La vida va siempre en serio, pero a veces lo hace con más crudeza. Se ensaña, no tiene la templanza ni la mesura que desearíamos, parece que obra a perjuicio nuestro o que su empeño es contrario al propio, pero hay momentos de absoluta armonía, pequeños claros en los que la luz se hace paso y detiene el fragor de la sombra. Como escribió Catulo ,hay que amar hasta que se extingue la breve luz. Hay espacios intermedios en los que no existe el esplendor ni tampoco la negrura. Les damos poca importancia, pero es en ellos en donde está el depósito de nuestra cordura. Un amigo mío, al que quiero mucho, dice que bendita sea la rutina. La echamos en falta cuando nos atropella el stress, deseamos que todo vuelva a ese limpio fluir sin excesos, donde nada sea maravilloso ni terrible y las horas transcurran con la normalidad de la que se alimenta un corazón sensible. El mío, más sensible cuanto más viejo, se reconoce en esa tranquilidad sin épica. No hace falta llegar muy lejos ni subir muy alto. Ni siquiera hace falta hablar mucho o escuchar mucho. Un amigo, hace tiempo, me contó que se consolaba escuchando música barroca al terminar el día. Se imponía ese tránsito dulce antes de conciliar el sueño. Albinoni y Bach para cerrar las heridas de la vigilia. Confiado en que esa receta me serviría, me enchufé unas cantatas y unos adagios antes de caer en el sueño reparador. Le confié mi decepción: no sentí nada, no me calmaron, no tuve la sensación de que esa medicina era la que podría sanar mi cansancio. Me acordé de él el pasado domingo. Hace tiempo, al volver a casa, tras emplear parte de la mañana en visitar a mi padre, busqué en el móvil algo de Bach. No sé qué pretendía.
Tal vez encontrar un sentido a las cosas a las que no se les suele encontrar sentido. No hallé consuelo, ni placer tampoco. Ha habido muchas ocasiones en las que he encontrado refugio en la música. No fue el domingo una de ellas. Cancelé la sesión barroca y me apliqué una buena dosis de blues. Me ayudó B.B. King. Vino a mi llamada. Me puse uno de los mejores conciertos de blues que he escuchado, y son muchos y espero que haya más y me sigan produciendo el mismo intenso placer. Es el concierto en la cárcel de Cook. Leí en una ocasión una entrevista en la que B.B. King dijo que tocó entre lágrimas. Que no hubo antes otro concierto en el que no se hubiese sentido más cerca de Dios ni del diablo, de la vida y de la muerte, de la luz y de su reverso. Lloró porque la música le liberó. Conforme la iba tocando, fue sintiendo el dolor y la liberación. Los bluesmen, algunos rockeros y cantantes folk (el propio King, Johnny Cash en Folsom o Rosendo en casa) probaron a dar conciertos a los reclusos. No creo que haya un público más agradecido. La vida va siempre en serio, pero en la cárcel se percibe toda su seriedad con más entera crueldad. Ahí importa evadirse de la rutina, encontrar un hueco por donde alcanzar cierto grado de libertad. La música (escuchada entre rejas o fuera de ellas, al fin y al cabo rejas hay en todos lados) es un bálsamo, la música es un pulmón extra con el que respirar más a fondo cuando el aire escasea o está viciado. Imagino que si en lugar de plantar un concierto de blues hubiesen metido una orquesta de cien músicos y sonara una sinfonía de Beethoven o de Brahms el efecto habría sido el mismo. No hay música culta o inculta, no hay un gremio o un extracto social o un colectivo al que se le asigne un género con más propiedad que a otro. A mis alumnos les entusiasmé cuando puse un puñado de valses en clase mientras hacían plástica. Creo que salieron dibujos mejores. Creo que ellos mismos salieron mejores de lo que entraron. Se fueron con un pulmón extra. Respiraban aire que no estaba quemado. Sintieron que el mundo, fuera de la clase, era otro y ellos mismos eran también otros. Al día siguiente (de esto hace unos años,) alguno me dijo que había preguntado en casa si tenían valses.
En hacer la lista de cosas sin las que la vida sería un error (Nietzsche dijo de la música que era insustituible) echaríamos el tiempo que podríamos ocupar en el disfrute de esas cosas, pero la música no se discute, no se aplaza, no se muestra con pudor, sino que expande, iza el vuelo al que otras disciplinas no alcanzan, ni lo pretenden. También es preferencia de quienes no se esmeran en cultivarse en la literatura o en el cine o en cualquier otro arte disponible. Eleva el ánimo caído y lo transmuta en gozo súbito, hace que el quebranto flaquee y resplandezca la alegría. Llega donde ni se atreven las palabras, toca lo que no conocen los gestos, conquista lo que sólo aspira a conquistar el amor. Su imperio es inefable, su ascendencia no registra debilidades. No hay sentimiento humano que no sepa restituir, no existe vocación a la que no impregne de su gracia y de su belleza. Posee la virtud de la misma alquimia: hace nobles los elementos bastardos, los sana, los renueva, los limpia. Fue el primer motor del cosmos. En la chispa primera, en ese estallido arcano hubo una música secreta, una semilla de sinfonía estelar, un festín de sonidos que creó los planetas juntamente con las luces y las sombras. Su eco reverberó en los confines del tiempo y del espacio y abrió sendas y las fecundó de vida. Cuando sucede, el corazón se agranda, puja, late con más ardoroso empeño, no se ocupa en tristezas, ni se perturba.
Se puede argüir también a la reversa: la música tiene la facultad de conducirnos a la tristeza o a la perturbación. Hay melodías con las que se descompone el espíritu, se abate, cae en el recogimiento o en la desolación. Tienen esa extraordinaria virtud: acceden ahí adentro y proceden a su antojo. Igual que hay cuentos tristes que nos echan abajo, hay músicas de una tristeza absoluta. Estamos indefensos cuando suenan, no tenemos recursos, no importa que les prestemos la atención más pequeña. Hacen su oficio, conmueven, hieren en ocasiones. Hay melodías que pueden elevarte o hundirte según cuándo las escuches. Algunas arias de Bach me han hecho vivir con más sentido y me han conciliado con el mundo y conmigo mismo y también me han desarmado, me han dejado solo y sin consuelo, triste y desamparado. Pienso en Bach y me viene a la vez el Hallelujah de Jeff Buckley, muy triste, muy de echar abajo. La interpretada por el autor, Leonard Cohen, es hasta inferior. La de Rufus Wainwright, muy contrariamente, insufla brío, da vigor, hace que sonrías y sientas esa alegría que, en ocasiones, antecede a la felicidad absoluta. Nada de lo que digo espera ser refrendado. Lo que opino es únicamente voluntad mía. Mi amigo K. acaba de decirme que la canción de Cohen es triste en todas sus versiones. Que la de Wainwright lo es en igual medida. Que Bach nunca le hizo sentirse pletórico. Que prefiere a Strauss. El vals.
No hay comentarios:
Publicar un comentario