Igual que hay un lector de buen gusto, sibarita del estilo esmerado, encaprichado de la belleza y de la inteligencia, podemos inferir que existe también un espectador exigente, gourmet de un vicio exquisito que le provee de continuo de nuevas experiencias y al que, en mayor o menor medida, confía el equilibrio emocional, cierta salud moral y hasta, en lo posible, la salvación en la tierra de su intoxicada alma. En esto, en lo puramente artístico, el hombre ha escrito alguna de sus mejores páginas. Somos buenos y somos nobles porque tenemos al arte para gobernarnos. El individuo sensible, el que se deja contaminar por el vértigo infinito de esa belleza, tiene el corazón en júbilo y afronta cada nuevo día como una travesía más a la búsqueda de esas píldoras de placer. Uno las busca en los libros, en la fotografía, en la música, en el cine, en la pintura... Puestos a llevar este argumento a un extremo razonable podemos considerar que el artista es un ser privilegiado, iluminado, al que el azar o el secreto numen al que únicamente algunos acceden, ha investido como una especie de sacerdote. Yo soy un feligrés obediente. Me postro cuando advierto la belleza que otros inventaron para mi uso y mi disfrute. Hace tiempo que vivo a expensas de esas excentricidades ajenas. El arte es un vehículo sofisticado de felicidad. O sencillo, no lo sé. A veces es muy complicado y en ocasiones, a ras del milagro, es de una sencillez aplastante.
Digo todo esto porque Lars Von Trier, un cineasta bien considerado, al margen de las menudencias comerciales, interesado en lo provocativo, en lo áspero, en lo desnudo y en lo crudo, en lo controvertido, suele caer en zanjas perversas, en lugares oscuros que, al modo en que lo hace David Lynch, David Cronenberg o Gaspar Noé, pocos saben o desean bajar. Yo bajé como atrevido espectador a ver Anticristo, Dogville, Bailar en la oscuridad, Melancolía, Rompiendo las olas, Nymphomaniac, Europa, Los idiotas y, la más reciente, La casa de Jack y salí indemne del viaje, perdura la sensación de zozobra, de incursión de algo roto en lo que no ofrecía fractura alguna. Se le adjudica el recado de transgredir, lo cual es en sí mismo un acto de valentía y de zozobra. Dijo entender a Hitler, lo que le valió que se le declarara persona non grata en Cannes.
Von Trier narra a pelo, sin retórica, con descarnado afán de apabullar o de confundir o de inquietar, sin considerar en ese hilo logístico si se agrede o se conforta. Cada uno elige qué arrimarse, con qué mimbres fabricar su cesto. No calibra los límites de la imagen. O es un calibrado que asume. Pedante y grandilocuente, experimental y blasfemo, Lars Von Trier escenifica el dolor, lo planifica con maestría, cuidando de no modificar el elemento primitivo, el punto de agarre orgánico, ese músculo interior que se activa cuando nos ofenden a través de los sentidos y que algunos llaman asco o irreverencia o lo que el buen lector decida.
En Anticristo (o en las dos Nymphomaniac o en La casa de Jack) hay suficientes elementos que repugnan como para considerar muy seriamente no terminar la proyección. Saldría uno satisfecho de la decisión, conforme en la idea de que no todo es permisible, que hay pasadizos del alma a los que podemos dar palabras, inventar textos o fabular novelas pero que hay que evitar, en lo posible, su plasmación cromática. En Anticristo (en el cine de Von Trier en general) el dolor está presente en casi cualquier fotograma: es un dolor semántico, psicológico, orgánico, que termina provocando sinceras reacciones de malestar que no se retiran del cuerpo físico hasta bien pasados unos días. Es la sublimación de la fealdad. Su innegable talento plástico (vean Dogville o Manderlay para apreciar el futuro de cierto cine) no es democrático. Se ofrece a beneficio de atrevidos.
Ignoro las razones por la que este hombre ha colado un extravío semejante. Lo que pasa es que el fondo de Anticristo es encomiable y lo que narra, a pesar de ser expuesto de una forma tan sumamente cruda y tan desafectada de adorno, es material útil para ver algunos comportamientos que no están tan lejos de nuestro entorno y que podemos contemplar, a título de apunte informativo, en las páginas de la prensa y en los partes televisados, en esos reportajes de fondo zafio y de interés bastardo que hurgan en las miserias y que tanto ardor óptico (digámoslo así) despiertan en el morbo público. Seremos eso, morbo. Somos el voyeur infinito que está siempre dispuesto a consumir imágenes y a aceptar que esa ingesta nunca es suficiente y que el apetito intelectual o la voracidad animal o vaya usted a saber qué siempre piden más. En eso, y en casi todo lo demás, Lars Von Trier es un obrero cualificado del escándalo, de la provisión de pornografía mental. Debe ser un tipo normal. Acudirá a comprar el pan, se citará con los amigos y charlará animadamente de fútbol o de cómo la crisis está desgobernando lo poco gobernado que teníamos, pero cuando le damos una cámara y le permitimos que se explaye, que nos aturda, que zanje esa belleza y hasta esa inteligencia y provoque daño puro, nos aturde, nos provoca, nos hiere. Sale uno tocado, aunque luego se destoque, se agarre a otras influencias menos perniciosas y regrese, indemne, al mundo real. El que él nos retrata es subversivo, coherente al cabo, porque habla de asuntos humanos, pero desestabilizante. Hace mucho tiempo que busco, en el cine, en los libros, caminos para entender la vida: todavía dudo de que éste sea uno meritorio.
¿Cómo contaría el lector la historia de los padres que, mientras fornican, desatienden al hijo que cae por la ventana fatalmente? El director inventa un bosque, Edén, en el que refugia a estos descarriados: allí se abre la pandora del terror, el miedo por la palabra o por los gestos, el llanto primario y la convicción última de que el mundo no puede ser en absoluto el mismo idílico lugar sin la presencia del hijo fallecido. Willem Dafoe y Charlotte Gaingsbourgcuadran en el arquetipo de personajes sin futuro, abismados en el miedo a no saber vivir, íntimamente ya negados al rutinario paso del tiempo, convictos de pena, muertos de pena.
Anticristo no es, en modo alguno, una buena película. Tampoco es mala. Es un caso extraño, necesariamente extraño, una especie de producto a salvo de la crítica formal, instalado sin rubor en un territorio sutilísimo o abrupto, alguno de ellos o los dos, en el que pocos directores se han atrevido a entrar sin echar al traste no ya su carrera, que puede funcionar en circuitos alternativos, sino su integración en el circuito comercial, su explotación en la rueda habitual de consumo.
Lars Von Trier no mira a nadie. De alguna forma filma para consumo interno. Luego le auspician, le patrocinan, le sacan a la calle el hijo problemático a sabiendas de que siempre hay un público fiel, cómplice, que aspira a una dosis de caos, a un recetario doméstico de dolor, expresado en su más pasmosa verdad.
Lars Von Trier hace que sus personajes fluctúen entre la fogosidad carnal, la externalización del pecado, la asunción de la culpa y, en última instancia, una truculencia visceral, impensable en un cine ortodoxo. Pero Anticristo (y Nimphomaniac) tiene montones de lecturas y ninguna se aviene a la ortodoxia, ninguna se deja manejar por los instrumentos que la razón o la cordura inventan para gobernar el mundo. Adscrita al gore, al psicoanálisis o a la arcada, la trama jamás abandona su condición de tragedia, que es su género más fácilmente identificable.
Igual que Borges se obligó a escribir cuentos fantásticos para comprobar si una caída por unas escaleras había mermado su capacidad de raciocinio, Von Trier (menos exigente en lo intelectual) crea su cine para vencer una depresión. El autor se automedica, se inocula un chute de emociones fuertes. La poca belleza que hay (ese paisaje primerizo, de hermosura patética, en donde nos narra la tragedia del hijo muerto) se pierde conforme la historia va adquiriendo ese tono apocalíptico, de clausura de la lógica de las cosas, en el que los protagonistas, como Adan y como Eva, solos en el Edén, descubren que únicamente el sacrificio puede redimirles. Y uno sale del cine (insisto) vapuleado visualmente, alterado, violentado. O igual todo ha sido una gran tomadura de pelo, un ejercicio egocéntrico de divismo, el autor frente al espejo admirando sus gloriosos genitales.
Atrás quedó el decálogo del Dogma 95, que era cine de aquí y ahora, sin que se alterara el espacio o el tiempo; que no aplicaba filtros; que la cámara se portaba al hombro o en la mano. No duró ese promisorio territorio: se conminó a ir más allá, hasta reclutó estrellas de Hollywood o europeas (Nicole Kidman. Ben Gazzara, Willem Dafoe, Kiefer Sutherland, Lauren Bacall, Kirsten Dunst, Charlotte Gainsbourg, Matt Dillon). Un genio con sus fieles actores. Como un Woody Allen retorcido.
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