I
La sangre está hecha de vértigo y de fiebre, está gobernada por el caos, no obedece a nadie. Siempre que veo sangre, pienso en el origen del mundo, en la luz primera, en el chasquido fundacional, en el instante sublime en que surgieron el escenario, los actores y la trama de la obra. Pienso en Wagner, en la eclosión de la furia, en la templanza cuando la furia ha pronunciado su arenga, en una catedral en el mismo aire. Pienso en la voluntad de esa fuerza invisible, en la intriga de que siga avanzando, incluso me maravilla extraordinariamente el hecho de que, a decir de los que saben de estos asuntos, tenga un final. A la sangre es a la que hay que interrogar. Está dentro, en su oscuro centro, en su pulso secreto, el significado del amor y las razones del odio. Contra la sangre no hay nadie. No se puede gobernar la sangre. El mundo es una extensión, una poco fiable a veces, de la sangre izada como estandarte, cantada como himno, pronunciada como salmo. Wagner es el poeta de la sangre. Wagner es el músico del escándalo de la sangre en el cuerpo. Creo que esto lo he escrito más veces, pero es la sangre la que escribe, se replica a sí misma, se contradice y luego desdice lo contradicho. Solo por asomarse al mundo. Solo por ver cuáles son sus dominios.
II
Antes de la luz no fueron las tinieblas. En realidad no hubo nada que el poeta o el músico registre. Nada que después los predicadores aireen en los púlpitos, cuando inventan las gestas de sus dioses y los hacen volar, como fantasmas, por el templo. Antes de que nos contaran que se hizo la luz, mucho antes, solo podemos pensar que existió la nada. Una nada rutilante, pero esquiva, de poco afecto por las consideraciones narrativas. Todo lo humano procede de esa nada primera. De ella se extraen las metáforas de los juegos florales, los gritos de la guerra, el goce de los amantes, las palabras del profeta, la fragancia de los jardines, el peso sentimental de los muertos. Toda la felicidad y toda la tristeza. El bien entero y el mal completo. La melancolía. La fugacidad. Los vientos. La locura. La lluvia. El invierno. La esperanza. Es a la nada a la que se debería rendir los homenajes del espíritu. Es ella la festejable. Todas las catedrales del mundo son, en realidad, celebraciones de esa nada fundacional, que no es exactamente un vacío, sino la esencia absoluta de lo que no es, de cuanto no ofrece ninguna evidencia de que pueda ser o de que anhele ser. Toda la música es un milagro del aire. Luego debió producirse el espasmo, la chispa primera, ese instante insensato del que procedemos. Una vez que la nada dejó de ocupar toda la extensión del espacio y toda la dimensión del tiempo, habló Zaratustra. A Wagner le fascinó esta idea. Hace unos veranos le escuché: sonaba en cien altavoces, en un esplendoroso jardín polaco y sentí que esa masa orquestal me hablaba y me pedía que la entendiera. No se me acercó Woody Allen contándome que Polonia estaba siendo invadida.
III
Algunos de los pasajes de Wagner son la más contundente y abrumadora evidencia de que la música lo puede decir todo. Una de las influencias de esa afirmación casi catedrática se constata al escuchar toda la música que se hizo tras él. Wagner es el compositor de los momentos sublimes, un mesías con ideario antisemita (aunque entre sus amigos y defensores estuvieran los judíos alemanes Mann y Heine) que amaba por encima de todo el arte. Fue reclutado por los bolcheviques y por los nazis: su opulencia cuadraba con los fastos, su vehemencia coral y orquestal era una banda sonora idílica para cualquier festín de la masa. Es fácil instrumentalizar sin el concurso del creador. El cine acogió ese ímpetu melómano para subrayar el éter cósmico y las batallas medievales. Wagner fue un hombre renacentista, un artista total, una celosa divinidad que controlaba todos los aspectos de sus obras. Dramaturgo de sus óperas, supervisaba con mimo obsesivo sus creaciones, eliminando cuanto pudiera sustraer una brizna de su empeño artístico. En su afán globalizador, creó el Festival de Bayreuth para que sus dramas musicales (puesto que era un teatro levantado para la ceremonia de su música) se representaran como su cabeza los había ideado. Wagner fue el primer director de cine. Parsifal y El anillo de los Nibelungos adquirieron en el escenario la sustancia primordial del cine: la credulidad de lo falso. No soy muy de ópera. He disfrutado a Bizet, a Verdi y a Wagner. El género requiere una disciplina de la que a veces carezco. Un amigo me dijo sobre los Rolling Stones que los odió hasta que asistió a un concierto. Habrá que ver Tristán e Isolda en una sala. Escuchar el canto funerario del héroe Sigfrido es una de las cimas melómanas de este escribidor humilde e ignorante.
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