De no ser porque existió Frank Sinatra, Tony Bennet sería el crooner más grande de la historia. No creo que esa rivalidad le molestara, ni se interesase por sondear cuál de los dos conseguía más adeptos. Los casinos de Las Vegas eran de ambos, con permiso de Barry Manilow, en otro rango. Pensar en uno es caer en la cuenta del otro. Casi no hay canción que no compartieran. El patrimonio de la canción americana es un tesoro incalculable para el jazz. Bennett y Sinatra beben de Cole Porter, de Jerome Kern, de Rodgers y Hart, de Irving Berlin, de Duke Ellington, de Harold Arlen o de Johnny Mercer. A su edad sigue haciendo discos deslumbrantes. Quizá sea el mismo repertorio, todos esos standards imperecederos. Tal vez cante la misma canción desde hace sesenta años, pero es la mejor canción posible. De voz dulce y contenida, Bennett es un repositorio de lujo de la mejor tradición del jazz posible. Adoro muchos discos suyos. Con Bill Charlap (qué contenido pianista, qué sensibilidad frente al maestro) da con el tono adecuado y el libreto de Jerome Kern, otro tapado en el mundo de Gershwin, Cole Porter, Rodgers y Hart o Berlin) resplandece y todo cobra un sentido que la mañana, al abrirse, no tenía.
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