En noches como esta una hemorragia cándida y dulce vacía mi cuerpo. Desaloja primero la voz, luego me extravía en el hueco del sueño. Ahí hago sutiles navegaciones elementales, cubro distancias de azúcar, paisajes de luz sin fijar todavía en el temblado aire, extensiones que a mi paso se ondulan y arquean, se pierden en un punto y súbitamente aparecen luego en otro, turgentes, plenas, respirando ya puras. O quizá sea el cansancio y el whisky y la luz delicada del flexo en los cubitos. Está la lengua flambeada de vértigo y Sonny Rollins está detrás soplando como un condenado mientras afuera la noche lo mira extasiada y se ofrece lasciva. Hace su vieja liturgia de chamán del aire. Tiene la mirada emboscada y turbia. Sabe qué tuvo que perder y sabe que volvería a renunciar a todo. No hay nada más qué música en su alma. Cuando este nonagenario aplica los labios a la boquilla de su saxo tenor suenan Charlie Parker, Coleman Hawkins, Ben Webster, Dexter Gordon y John Coltrane. Junto con Ron Carter o Wayne Shorter, es el músico más longevo en activo. Es el coloso. Se está ante un sacerdote al verle acometer su liturgia. Como un acto de fe.
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