7.9.22

250/365 Georges Perec

 



No siempre que veo un puzle pienso en Percival Bartlebooth ni en su padre, Georges Perec. Tampoco busco La vida instrucciones de uso y me las compongo para que vuelva a resultar igual de apetecible que cuando mis veinte años la descubrieron en un anaquel de una librería que ya no existe. Hay libros a los que no se vuelve. Concluyen de una forma tangible y definitiva. Puedes concederte la ilusoria satisfacción de que tienes la propiedad de su recuerdo, pero todos acaban diluyéndose en los recuerdos, mezclándose con ellas, adquiriendo la misma sustancia de la argamasa que los une en tu cabeza. Los reales. Los de la ficción. No hay que buscar una razón, aunque las haya y hasta se puedan inventariar y darles asiento. El hecho de recordar es ya una osadía. La memoria es un artefacto pendenciero. Hace y deshace a su antojadizo capricho. Él mismo no querría que le prestase atención. Hay autores mejores que yo, me diría. Lee a Proust o a Kafka o a Nabokov o a Mann. Yo soy un escritor sin parafernalia. Tengo de solemne lo que mi cenicero, que da cuenta del grado de negrura de mis pulmones. Prefiero apuntarme a la historia sencilla de todos esos escritores que pasan desapercibidos y no venden ni siquiera para ganarse un sustento. Eso no debe interpretarse a la ligera: si no se me leyera, no escribiría, pero no reclamo la posteridad, sino un lector que de pronto desee leer más o crea que la literatura es un bien y yo he contribuido a administrárselo. Tengo una página de la que me siento particularmente orgulloso, si me permite un punto vanidoso. La llamé Tentativas de agotar un lugar parisino. Estoy sentado en un café de la plaza Saint-Sulpice o, más azarosamente, alguien está sentado en un café de esa plaza. Mi propósito no es baladí, pero me encomiendo acometerlo como si lo fuese. Lo que pretendo es inventariar todo lo que veo, registrar cuanto se ofrece a mis sentidos. No estuve interesado en las estatuas de cuatro oradores cristianos de los que (imagino) habrá suficiente literatura. Miré lo diminuto. Lo hice porque ahí está en ocasiones lo absolutamente grande. 

Perec es un malabarista de las palabras. El secuestro, divertidísima novela, está escrita eludiendo usar la letra "e", vocal que más abunda en el francés. En España los traductores (prodigiosos ellos) omitieron la "a". Era ese empeño estrictamente lingüístico una forma de mantener a distancia a los demás, una especie de refugio. Somos las palabras que decimos, las que no. Eso debía saberlo Perec. Era en el lenguaje donde exhibía su lúdica viveza. Lector sensible hasta extremos insoportables, padecía que una novela concluyese. De algunas que acaban bien tenía la idea de que no debieran hacerlo y de las que se cerraban con absoluta desdicha la sospecha de que le afectarían a su propia vida. Un vacío se abría a sus pies. Un roto desmadejaba su cabeza. La literatura era un ejercicio de orfandad. La suya. La ajena. Para leer a Perec hay que jugar. Leer, en sí mismo, debería contener esa premisa del juego. De ahí que Percival Bartlebooth, el multimillonario protagonista de esa obra alegre que es La vida instrucciones de uso, dedique su existencia a la faraónica tarea de completar un rompecabezas y muera sin que la loca empresa finalice. Algo parecido a lo que sucede con las novelas. Algo parecido a lo que sucede con la vida. 

El don de Perec es de orden matemático. Procede casi con una festiva rigurosidad cartesiana que lo abarca todo. No rehusa cierta morosidad, que en absoluto cansa. No aburre ni se repite: su patrón constante es divertir, crear una complicidad y avanzar sin que se aprecie el volcado exhaustivo (topológico, cartográfico) del puzzle que ha construido. Es admirable su cultura. La invita a que lo pequeño o lo irrelevante (toda esa menudencia que él percibe) se restituya con las virtudes de lo grande o lo relevante. Esa riqueza narrativa no ha sido repetida. No hay nadie que escriba como él. No lo hubo. Representa un tipo de escritor singularísima, manumitido de los corsés de la literatura al uso, erigido (soberanamente) como heraldo de una imposible escuela de magos del lenguaje. OuLiPo (taller de literatura potencial) constituyó un frente revolucionario con el que amonestar la acomodaticia literatura decimonónica y los usos viciados del lenguaje. Lo frecuentaron Queneau, Calvino y el propio Perec. Se imponían retos, creaban un muestrario dispar de textos que fomentaban lo lúdico, prevaleciendo el carácter híbrido de la narración, importunando (es un decir) al lector pasivo y, en última instancia, fomentando el humor, cierta concesión a lo deliberada y juguetonamente cómico, pero sin perder la solidez de la idea, sin que en ningún momento lo escrito fuese un batiburrillo gracioso de ocurrencias, a cual más disparatada. Hay libros de Perec que no entusiasman, aunque contribuyen a su minucioso recado de escribir sobre lo que fuese que aconteciese (me vienen los eventos consuetudinarios que Queneau facturó en su maravilloso Ejercicios de estilo, tan grato en la pedagogía de la escritura en la escuela, por cierto, al menos por mi humilde parte). Es un texto de más gris lectura. Se encomienda acordarse de cosas que suceden con menos frecuencia o que ni siquiera pueden volver a observarse. Así se acuerda de la época en que Sacha Distel era guitarrista de jazz y lo expone así: "Me acuerdo de la época en la que Sacha Distel era guitarrista de jazz" o "Me acuerdo de que Warren Beatty es el hermano pequeño de Shirley McLaine". Esa oferta de realidad puede resultar cargante, pero el propósito es noble: acotar la realidad, dar por sentado que no hay nada que no merezca ser extraído de ella y reposado en el depósito fiable de la escritura. La escritura tiene la virtud de la tela de araña: atrapa, fija un cuerpo a una red a la espera de que alguien (el captor, el cazador, el lector) se apropie del cuerpo sacrificado. 


A Perec se le debe mucho. La literatura europea del siglo XX carecería de ese apresto humilde de vanguardia que en ocasiones los escritores producen para que todo comience de nuevo o para que el legado de la historia (sea eso lo que quiera que sea) no hipoteque el porvenir, todo ese futuro maravilloso en el que cuenta más innovar (retirarse de lo visto, hacer caminos por donde no parece que pudieran trazarse) que repetir un molde. Perec apabulla, está bien usado el verbo. También induce a considerar que la ternura cruza toda su producción. Se advierte esa candidez, ese ir de puntillas, como sin desear molestar, como si la descarga de lo vivido no supusiese nada trascendente, sino la constatación de que la vida sucede y alguien (otro captor, otro cazador, otro lector) se decidiese a catalogar lo no catalogable. La literatura es juego o no es nada. Perec es un padre en el patio del colegio. Una página en blanco, en sus manos, es infinita. Es un escritor absoluto, un genio con la facultad de imaginar lo que no está al alcance de otros genios, un constructor de puzles, un incansable merodeador de la vida. 


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