En lo que a mí respecta, en mi apero sentimental, la llegada del hombre a la luna tiene menos importancia que la literatura alrededor de esa circunstancia que se ha ido creando desde el glorioso día de julio del 69. En cierto sentido, importa más el camino y la crónica posterior que el viaje en sí. Toda la ciencia-ficción se apoya en este repositorio formal. He crecido escuchando episodios más o menos épicos sobre el primer hombre lunar y he dedicado muy poco tiempo a investigar en libros o en documentales sobre la planificación y la travesía, cosa mí ese desafecto. Me fascina más la luna que el poeta sublima y mira desde abajo, con reverencia, con algún tipo de ancestral respeto que está incrustado en nuestra memoria, en la memoria animal que compartimos y a la que no siempre tenemos . Yo me quedo con la luna cuando la invoca Borges y con la luna que se asoma a la calle Bourbon, en Nueva Orleans, cuando la evoca Sting. Me quedo con La luna del hereje, que es la página de un buen amigo. Me quedo (puestos a rebañar la dimensión iconográfica del asunto) con la cara oculta. Hay en ese lado escondido más literatura que en el lado visto, que reclama otros instrumentos para estudio y no es ése (ya digo) mi afán. Suele pasar. No se me ocurre mejor homenaje a la efemérides que colocarme esta noche The dark side of the moon, el álbum antológico de Pink Floyd. Lo hice hace poco y hay que volver con o sin motivo. La luna no sabe que es la luna como mi pie izquierdo desconoce que el derecho lo persigue. Hay en las cosas una voluntad de modestia. Incluso de anonimato. Me duele en el fondo del alma, allá en algún fondo que quede disponible, estas festividades un poco frívolas e innecesarias, pero que alimentan la épica. Sin épica, sin ese extra de aventura trascedente, de metáfora y de canción, moriríamos. No el cuerpo, sino la memoria y la esperanza. Nos encontrarían en un rinconcito, perdidos en nosotros mismos, aburridos y tristes, planos, sesgados por el gris cartesiano de algún algoritmo que nos defina y nos narre a los demás, sin nada que contar y nadie que tenga empeño en contar algo que suscite el asombro, la reverencia, esa fascinación que ejercen las hazañas del hombre. Uno puede ir a la luna sin más apero que la plenitud de su figura en el cielo cuando nos asomamos y, buscada o no, nos invita a que la miremos.
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