Al enmarañarse uno con las palabras, una vez que las maneja a conciencia y se afana por dar con las más correctas, con las que se apropien con mayor firmeza de la idea que nos ocupe, se adquiere una idea de la realidad de la que se carecería si no se les diese ese peso y nos preocupara poco o nada su concurso para descerrajar (con firmeza también) lo que sucede alrededor nuestra y nos conmina a cuestionarlo o a ignorarlo y dejar que todo concurra azarosamente, sin arbitrio de nuestra voluntad o sin constancia de su paso. Qué frase más larga me ha salido, ahora que la veo escrita. Hipotaxis fortuita. Cómo saber, sin embargo, dónde atajar, en qué estancia del lenguaje abandonarse, no querer ahondar más, ni tener el anhelo primero de explicarse uno el mundo y así, en ese bosquejo rudimentario, avanzar, no queda otra, no hay herramientas salvo la de las palabras. Hoy renuevo mis votos de gratitud, no haría falta, pero me concilio conmigo mismo, hago armónico y hago llevadero el trajín de los días. Y escribo a diario y me salvo del desquicio que esos días en ocasiones traen en su alocado afán. Tampoco tengo garantía de eso.
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