24.7.21

Dietario 162

 



Trajimos a los dioses por darle a la desdicha una causa, un santuario en el que depositar la ira y el rencor. Lo escribe (con esas o con parecidas palabras) Chantal Maillard y lo subscribo con algunos matices, los que cualquiera hecho a trajinar con dioses, con iras y con rencores tendería para que se produzca un diálogo y de él se extraiga algo que sea útil o sea hermoso. A los dioses (pongamos que sea uno o que sean cien y entre ellos organicen sus cometidos y sus feligresías) se les encomendó que nos aliviaran cuando se precise alivio o que nos dieran refugio si la realidad se obstina en cercanos y en debilitarnos. Tuve un amigo que decía que nadie que se considere feliz precisa de la religión. Recuerdo que tenía ese argumento bien pulido y se explayaba (viniese a cuento o no), de modo que las teología (esa disciplina tan esquiva y tan cercana) ocupaba nuestras cervezas en las benditas tascas. M. sostenía que se acudía a la divinidad para que nos confortara. Caso de que no se precisara ese arrullo, toda esa necesidad física de consuelo, la idea de Dios era superflua. Él mismo aceptaba, no obstante,  que rezó cuando su madre enfermó y agradeció en la intimidad (no es otra cosa la oración, sino intimidad y sinceridad, imagino) que alguna mano se le hubiese echado desde quién sabe dónde y su madre, a la que no conocí, sanara. Dios es una especie de reverso de la enfermedad, podríamos pensar. Un Dios que representaría la necesidad de amor cuando todo alrededor se desquicia y no hay amor a la vista. Uno al que se acudiese con respeto y timidez. ¿Qué tendrá Dios que ver con nosotros? ¿Cómo podría reparar en nuestra insignificancia? M. era lúcido en esas disquisiciones, pero se desdecía en cuanto podía, no daba sensación de que tuviese nada claro. Algo aprendí de él: la querencia a hablar de Dios, se crea o no en él. Ser ateo es una frivolidad. Hay montones de cosas que te pierdes. Prefiero eso de agnóstico. Además, la palabra tiene un sonido bonito: esa esdrújula, esa ge regia. No es que no me pronuncie, sino que no decanto mi voluntad hacia su admisión en el sensible jardín de mi espíritu. El mismo hecho de no creer y tenerlo a mano hace que ese diálogo tenga una relevancia especial, de la que carece el que conversa en la creencia de que se le escucha y está convencido de esa fluidez y de esa tangible (en su conciencia) cercanía. Es cosa de que un creyente me cuente con detalle cómo conversa con su divinidad y yo, a cambio, le confíe con quién converso. Porque hay que tener algún tipo de fe en que se nos escuche. A M. le pareció que sus súplicas fueron atendidas. No sé si después de eso redujo su teología combativa y prefirió comedirse, evitar entrar en un serio problema de conciencia. Igual bastaba que otra súplica que solicitase no tuviese las mismas atenciones para que descreyese y regresase (probablemente con más fino ardor) a sus desafueros místicos. De lo que hoy (tantos años después) recuerdo me quedo con esa habilidad suya en hacer frases contundentes, de las que tenías que pensar o a las que, a falta de alcance, se les daba poco o  ningún aprecio. Terminamos no escuchándole. Oíamos lo que decía y hasta le reprendíamos si algo de pronto nos parecía blasfemo en demasía. No es posible amar adrede, forzar todo lo que amar exige; tampoco soñar (vuelvo a Borges), ni leer. Pero creer es un asunto que se escapa a la voluntad. No se cree con la determinación primera a la que uno recurre cuando decide acometer cualquier otra disciplina de la vida. Creer es siempre algo que no cuenta con nosotros, así que cualquier descreído está excusado, no se le puede pedir nada, nada es reprobable, ninguna de las cosas que haga o deje de hacer es sancionable desde la moral de quien cree y precisa que todos los demás lo hagan también y piense que la vida del descarriado (déjenme ese participio) es menos jubilosa o está exenta de los goces del creyente. Ni mucho menos, ni mucho menos. 

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