A los campos de olivos los interrumpen brechas ruidosas de asfalto en la que avanzan como conjurados los coches. El paisaje cobra un cierto aspecto de cosa rota a la que difícilmente se le puede dar alivio. Ni la costumbre apacigua la sensación de haber invadido un cuerpo puro con otro bastardo. También la ciudad descompone su vocación primera, la de piedra y la de ruido, cuando la naturaleza surge y reclama a su manera la propiedad del suelo y la composición del aire. Tenemos la ciudad incrustada, se nos inculcado ese paisaje útil, equivocado o pervertido. Tenemos la naturaleza consignada como objeto idílico o poético, anhelo de una vida arrebatada. Vi ayer un claro y limpio y hasta agreste bosque (o espléndido amago de bosque) en el centro mismo de la ciudad en el que no reparamos casi nunca. No entendemos el diálogo que entablan, alguno habrá. El verde prospera con comedido o brusco ímpetu. Se encarama en un muro o crece sin medro por los tejados o entre las losetas del sucio suelo. Hay un enamoramiento y un hechizo. Una algarabía que no acaba de cuajar pugna en el invisible lecho del tiempo. Discurre a tientas, manifiesta su vigor sin protocolo, ofrece la verdad pura para quien se apreste al gozo de ese cortejo. Los coches avanzan ajenos a esa coreografía de amantes silenciosos. Los olivos, los veo ahora a lo lejos, son solidarios espectadores de toda la rudimentaria maquinaria de las horas. Viejos observadores con la sabiduría de lo mítico. Apuro el café y miro la lista de la compra. Otro rito con su pequeña mitología urbana. Falta que mi amigo Pedro del Espino publique una de sus fotos de flores. Ellas tutelan la belleza.
23.7.21
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