I
Los bártulos de pintar requerirán un rito del que no sé nada y que me fascina tanto como el mismo proceso creativo de la pintura o su resultado final. Primero compras brochas, pinceles, lienzos, diluyentes, espátulas, aguarrás, paletas, caballete o trapos. Buscas una habitación amplia de luz y de espacio y la sientes propia. Manejas esa servidumbre de los objetos con amorosa convicción de utilidad y recreas la posibilidad de que los colores reemplacen el blanco idílico en donde se concentrará tu ingenio, esa concreción de la imaginación o del intelecto. Hablo de oídas. No he pintado nunca, he carecido de valor o de confianza. Me atribuyo el papel de observador. Se aplica uno con la diligencia antigua y se conmueve con los mismos atributos que antaño, renovados, puestos al día.
II
Escribir también es buscar los matices con los arreos de la palabra. No siempre están a mano, no hay un camino ni una suerte de fiable instrucción. Los bártulos de escribir tienen su rito y su ofrenda, pero carece de objetos: todo es en sí mismo objeto al que acudir y sobre el que volcarse. Un cuerpo creado de otro vaciado. Rilke lo escribió así: todo a lo que me entrego se hace rico y a mi me deja pobre. Es una pobreza dulce, de la que se resuelve la incógnita de vivir. Crear es crearse. Envidio, no obstante, la fiesta del pintor, su expresión física de búsqueda y de hallazgo. El escritor es un pintor previo a la pintura en sí misma. Escribir es ese bosquejo sintáctico que la pericia de la imaginación despeja y exhibe.
Fotografía: Material de trabajo del pintor Juan Uslé
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