6.7.21

Dietario 146

 Vivimos en la reprobación del pecado ajeno. Al nuestro se le puede confinar en un aparte discreto en el que cuidar de que no se exceda demasiado, pero tampoco flaquee o permita que se nos arrebate. Hay pecados deliciosos con los que uno hace llevadera la vida, quién podría negar eso. En esa blandura del espíritu infringimos con alborozo leyes universales y desoímos la admonición del augur, que siempre fue una figura oscura, de poco o ningún aprecio. Hoy, al consultar los pecados propios, me he sentido súbitamente urgido a no desfallecer en ellos. Los pulo, me apropio de su esplendor íntimo y secreto. Los ajenos me afectan en la medida en que no censuren los míos. Algunos, los más flagrantes, podemos renombrarlos y darles carta jurídica. Se llaman delitos. Viene de antiguo el curso del pecado y del delito. Una vez deslindado ese matiz semántico, la vida transcurre con más entera armonía. No puedes desnucar a un perro con un ñusco, como mi amigo J.L. perseguía cada sábado de la infancia, ni tocar el timbre de las puertas y luego salir corriendo, como disfrutaba P. en aquellos maravillosos años, ni fumar o beber a escondidas en la edad en que fumar y beber a escondidas es la heroicidad mayor a la que un alma buena puede acceder sin lastimarse, sin que yo cayese, a pesar de la facilidad, en ninguno de esos precoces vicios. No daría la memoria abasto para recordar las tropelías juveniles, esas escaramuzas hacia lo clandestino, que es el territorio de la aventura  Luego la edad te invita a pecar de otra manera, que no a delinquir, aunque esta negación sobrevenida en el texto tendrá también sus matices. Quizá (convengo) pecar adrede evite delinquir a conciencia. En todo caso, digo lo que mi amigo M.: pecar es la actividad gratuita más placentera. Qué blasfemo es. 

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