Hace un tiempo, un amigo me ofreció la palabra zaguán. A ver qué inventas, dijo. No le hice entonces aprecio, no sabría justificar ese desafecto, tal vez verse forzado, no partir de algo que uno de verdad ha pensado o se ha surgido azarosamente, sin el recado de alguien. Tengo a veces empeño en dejarme ocupar por las palabras que surgen y a las que no concedo sitio en el acervo (siempre corto) de las que buenamente manejo. A las palabras no se llega por lo que significan: lo primero que te atrapa es cómo se pronuncian. En ocasiones, el envoltorio y el contenido se abrazan. Zaguán es una de esas palabras perfectas que sobreviven al uso que se hace de ellas o a quienes, al correr loco del tiempo, las usan con más o menos frecuencia. Persisten, guardan cierto eco de vida, una especie de depósito sentimental del idas y venidas, como huellas ya sin dueño que no pudieran ser eliminadas del todo. No habiendo yo gozado de ellos en demasía, le contrapuse ayer mismo la de patio, por si le parecía bien como reemplazo de aquélla que me endilgó. Patio no cuela, concluyó. Es de menor calado fonético, está más extendida, además. El zaguán anduvo ayer por mi cabeza, instalado como una pieza modélica en el ritual de la invitación a vivir que debe ser una casa. Vi dos o vi cien en el Barrio de la Viña en Cádiz. Anticipan el esplendor de la casa o su ruina, pero se exhiben con una dignidad de la que carecen otras dependencias de la vivienda. Se abren a la calle y se extienden hacia el interior. Se erigen como un limbo en el que sucede una parte neutra de la historia, una que quizá no acabe de cuajar ni adentro ni afuera. Como si cualquier posible vida espiritual allí recalada hubiese sido reemplazada por el silencio, con su rumor pequeñito de fragilidades. Porque el silencio está expuesto siempre a la injerencia del mundo y hay veces en que no es posible hacer que prevalezca. En todo caso, dos zaguanes o cien zaguanes. Fotografíe dos tan sólo. Sin quererlo, dos antagónicos. Cada uno contando una historia. Quién sabe cuál. A P. le gustará el sórdido. Es más de cosas que se entregan a la ruina y no se esconden en mostrarla. El tiempo, su óxido. Bastaba pasear por la calle y comprender el estrago de los años o la desidia de unos dueños que dejaron que todo sucumbiera. Suele pasar eso. Que se arrumbe lo hermoso y se entregue al escrutinio del aire, que corrompe y lastima. A las palabras también las corrompe y lastima el tiempo. En la palabra zaguán está el zaguán. Basta a veces cambiar un ángulo (mirar de otra manera) para que lo que hemos visto muchas veces sea nuevo y posea la virtud del hallazgo. A P. le rendiré por correo (carece de voluntad para tener Facebook) esta liquidación de la deuda. Me dirá que esperaba otra cosa. Incluso cuando es lo que espera, es reacio a asentir y decir que está colmado, pero yo no escribo para que él me lea. No sé para quién escribo. Para que las palabras no se pierdan.
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