29.7.21

Dietario 165


 Con antelación a la escritura, en el Neolítico, el hombre plasmó una huella que lo hermanaba con su entorno y lo conciliaba consigo mismo, con la parte que se sabe desamparada o con la que no cubre la razón ni su entonces torpe todavía maquinaria artística. De aquel rudimentario bosquejo de belleza a la sofisticada rendición de ahora han sucedido guerras, catedrales, ciudades, lienzos de monarcas a caballo y sinfonías de Beethoven, pero algo subsiste de un modo mágico, pues es la magia lo facilita el trasvase de la idea al acto, de la especulación de la belleza a su volcado escrupuloso y firme. 


Los niños que dejaron su huella en la calzada de una calle por la que volvía anoche a casa no difieren en exceso de aquel homínido cavernario, rudo en sus matices, escasamente dotado para la diligencia del arte, pero consciente de una trascendencia, de algo extraordinario que lo superaba y, al tiempo, lo sublimaba. Esos petroglifos urbanos contienen la historia de la humanidad. Esos trazos de apariencia infantil, sin la motivación ni el simbolismo de la restitución adulta y experta, prometen más de lo que la observación desavisada alcanza: está la raíz de lo que quiera que sea ahora el hombre, la posibilidad de que el niño inocente en tanto acceda a un territorio nuevo, el de la creatividad, el de la búsqueda incesante de una herramienta que nos permita comprender el mundo que nos circunda y a nosotros mismos.

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