Dicen de ésta que es la sociedad del cansancio. El terminó lo acuñó Byung-Chul Han, un filósofo surcoreano enamorado de Kant y de Heidegger. De ese libro, que tiene unos años, ha sobrevivido en mi memoria la infeliz asociación de palabras. No puede haber una sociedad que se declare cansada. Ni que presuma de no tener interés en la cultura. Ni que premie al iletrado, al que adquiere notoriedad sin que exhiba talento en alguna disciplina. Ni que escatime en fomentar la cultura a pesar de la mala prensa que siempre se le dio. Ni que mire mal al que lea.
El problema (uno de ellos, más bien) viene de ahí, de cuando se mira mal (lo he visto, de verdad que lo he visto muchas veces) cuando vemos a alguien leyendo en público. Propicia cierta sospecha de que no todas las intenciones de ese lector pedestre sean buenas. Siempre hubo esa inclinación a pensar en la maldad de los libros. Cada vez menos, por suerte, pero todavía hay gente que presume de su ignorancia y otra, un poco más formada, que no se escandaliza al escucharlo. Como maná oscuro, el terror también cae de las alturas de los despachos de los ministerios. No hay quien haya pisado uno de ellos y haya hecho que su trabajo brille. A la cultura y, por ende, a la educación, se le da poco o ningún aprecio en quienes la legislan. Parece que tienen ese temor ancestral de imaginar que no hay que preocuparse por el ignorante. Que no dará problemas, que al no saber podrá ser manipulado mejor. El pueblo, lerdo, se maneja mejor. Por eso apartan la filosofía de los planes de estudio. Por eso, en televisión, se premia la carne, su opulencia, su desprejuiciada exhibición. Por eso (además) el cine que más se ve es (casi siempre) más zafio que ocurrente, más pedestre que inteligente. Por eso no se llenan los museos. Por eso las orquesta municipales tocan piezas de Haydn o de Mozart con el desánimo de pensar que su oficio esta siempre en peligro.
La cultura es una mercancía, un negocio que explotar: todo lo que la rodea es fácilmente convertido en objeto de consumo. Se la aligera tanto, cuando se la mercantiliza, que pierde la esencia que la alumbró. Sabemos que Bach es un compositor con una peluca y que hacía música seria, de la que impone cuando se la escucha con atención, pero no concedemos un buen par de horas a tener a Bach de fondo, en casa, mientras hacemos las labores domésticas o estamos en el salón pasando la tarde junto a la chimenea.
La tristeza proviene de la sospecha de que todo esto irá a más. Pronto ni sabremos quién era Bach. Tendremos tan a mano la solución a toda esa ignorancia nuestra que no nos importará reconocerlo, ni haremos nada por solventarla. Nos pondrá en el mundo el indexador del google. Youtube nos restituirá alguna pieza de Bach tocada por alguna orquesta y diremos en nuestras redes sociales que hemos escuchado a Bach. No por presumir, sino por hacer otra anotación en un muro digital. Sólo por añadir una línea más. Es una línea falsa, en todo caso. Una impostada.Todas esas generaciones deslumbrantes que nos guiaron en el pasado, las que ahora guían a los que vienen, acabarán perdiéndose. Me atrevo a proponer una causa, que no un remedio: se ha creado un monstruo de alguna forma que no somos capaces de razonar y ha ido creciendo. Hasta se le ha permitido entrar en los hogares y sentarse en nuestras mesas. Ignoro qué nombre ponerlo, no tengo tampoco la intimidad suficiente con él como para contar ampliamente cómo es y las maneras, las idóneas, de vencerlo. Sé que vive de la comodidad ajena. Se crece a medida que nosotros nos hacemos más cómodos. Gana si nosotros no tenemos interés alguno en ganar. Su clientela es la que nunca va a un museo o la que pone TeleCinco o la que no ha pisado una librería en su feliz vida.
No hace falta escuchar a diario a Bach, ni leer a Kavafis al terminar el día, ni ver películas de Bergman los domingos en la sobremesa. No, ninguna de esas refinadas costumbres son exigibles. Lo que sí debería fomentarse es el deseo de que todos ellos (Bach, Kavafis, Bergman) estén al alcance de todos. Lo estén de un modo asequible. La decisión de adherirnos a lo que ofrecen es personal. Habrá quien se duerma viendo a Bergman y no se le erice el vello y el alma al escuchar una cantata. Quien no necesite leer las tribulaciones espirituales de Marco Antonio cuando le abandona el cortejo invisible de los dioses, como dijo Luis Cernuda.
No hacen falta estas cosas y, sin embargo, habría que acercarlas al pueblo, conseguir que están a mano y que sea fácil (en todos los aspectos) escuchar jazz en las plazas de los pueblos o ver en versión original (convenientemente subtitulado) cine turco en la televisión pública. Mientras tanto, ay, se lamenta uno en privado, se consuela en casa, escuchando hoy a Johann Sebastian Bach, poco antes de cenar algo ligero. Suena sin estridencias, de fondo. Conmociona pensar que toda esa música ha sido pensada y escrita por un hombre. Si fuese creyente, diría que fue Dios mismo el que pulsó el numen, pero ése es otro argumento y hoy no tocaba. No lo soy, no me dejo convencer aún. Si quien cree escucha a Bach con más arrobo que yo, sólo espero que me confíe qué siente, que se siente conmigo y divague y me invite.
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