No hemos venido al mundo a comprenderlo, sino a sentirlo, pero una cosa y la otra tienen su puente levadizo con el que a veces, si se alinea el sentido común y el sentido estético, se produce la epifanía absoluta y convergen el corazón y la cabeza. En esas raras ocasiones, por más que se repitan o por mucho que nos visiten, la belleza lo ocupa todo. Está a mano, pero no siempre se resuelve su hallazgo. A veces está tan a la vista que no la percibimos. Cuánto más cercana se ofrece, más distancia impone su adquisición. Estos cuadros deben estar en una galaxia lejana. Si se miran de cerca se aprecia el pulso de la oscuridad, la secreta urdimbre de las estrellas. Tal vez no sean los cuadros (son tres, eso es un hecho objetivo) lo que el artista quiso exponer, sino el paso de los observadores, de modo que la obra de arte es (con más precisión) la que sucede cuando se miran, la escena en la que desaparece el vacío delante de ellos y se ocupa con los accidentales o avisados espectadores. Todo el arte, en cierto modo, opera de esta manera. Es el principio de incertidumbre de Heisenberg. No se llaman ni cuadros: son dispositivos artísticos. Es el metacuadro. El blanco exhibido es rutilante, perfecto. El casual concurso de las tres figuras son de un negro perfecto, que rivaliza con el blanco puro. Desentona el suelo y la línea que impone una frontera frente a las pinturas (qué he dicho, qué hay pintado). Al mirar se desentiende la razón de su vigía cartesiano, que reside en el cerebro. Miramos con todo el cuerpo. Habrá quien sienta cómo se le eriza la piel o note que las palabras acuden y necesita explicar lo que acaban de proponerle. Es que eso eso: una tentativa de algo, un secreto a medio contar, una pequeña anomalía de la luz.
13.6.21
Una anomalía
No hemos venido al mundo a comprenderlo, sino a sentirlo, pero una cosa y la otra tienen su puente levadizo con el que a veces, si se alinea el sentido común y el sentido estético, se produce la epifanía absoluta y convergen el corazón y la cabeza. En esas raras ocasiones, por más que se repitan o por mucho que nos visiten, la belleza lo ocupa todo. Está a mano, pero no siempre se resuelve su hallazgo. A veces está tan a la vista que no la percibimos. Cuánto más cercana se ofrece, más distancia impone su adquisición. Estos cuadros deben estar en una galaxia lejana. Si se miran de cerca se aprecia el pulso de la oscuridad, la secreta urdimbre de las estrellas. Tal vez no sean los cuadros (son tres, eso es un hecho objetivo) lo que el artista quiso exponer, sino el paso de los observadores, de modo que la obra de arte es (con más precisión) la que sucede cuando se miran, la escena en la que desaparece el vacío delante de ellos y se ocupa con los accidentales o avisados espectadores. Todo el arte, en cierto modo, opera de esta manera. Es el principio de incertidumbre de Heisenberg. No se llaman ni cuadros: son dispositivos artísticos. Es el metacuadro. El blanco exhibido es rutilante, perfecto. El casual concurso de las tres figuras son de un negro perfecto, que rivaliza con el blanco puro. Desentona el suelo y la línea que impone una frontera frente a las pinturas (qué he dicho, qué hay pintado). Al mirar se desentiende la razón de su vigía cartesiano, que reside en el cerebro. Miramos con todo el cuerpo. Habrá quien sienta cómo se le eriza la piel o note que las palabras acuden y necesita explicar lo que acaban de proponerle. Es que eso eso: una tentativa de algo, un secreto a medio contar, una pequeña anomalía de la luz.
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