Salvo que pese y no haya el consuelo que se le encomienda o el placer al que se anhela, escribir un diario es una tarea fragilísima. Concurre en ella el ánimo del que escribe y hasta el propio pulso del diario, que adquiere cierta vida propia, ajena a quien vuelca en él su peripecia de vida y el que lo alumbra y luego pule. Lo ideal es que las notas que se consignan en él no requieran demasiada corrección y no haya distancia entre lo escrito y lo leído, sin que flaquee su espíritu, cualquier consideración emocional que acerca suya se exhiba como brújula de viaje. Para lo que pueda servir después no se tiene noticia fiable. Leer diarios (uno de mis recientes placeres) requiere un plan de lectura, un modo de avanzar y hasta un modo de que el lector no se convierta en un voyeur, aunque todos lo sean en cuanto observan sin que se advierta que lo hacen o en cuanto hurgan y diseccionan sin que tengan quien los censure por la osadía.
El diario de José Ángel Cilleruelo es un pequeño catálogo de causas y de azares, una rendición meticulosa de un tiempo concreto y de una visión concreta de ese tiempo. No podría ser leído sin que se tuviera a mano el contexto en que fue escrito, el de antes de la pandemia y la extraordinaria vicisitud de su travesía. Dedos de leñador / Días de 2019 se concibe (creo, me aventuro a pensarlo) desde la levedad. No ya porque el género no precise alargamientos, digresiones que amedranten al lector de diarios, que busca fogonazos, fotografías de una realidad a la que no pudo asistir y confía en que otro se la ofrezca, sino porque el propósito que lo anima no es la rendición exhaustiva de lo que va inadvertida o morosamente sucediendo. Es más bien, si he leído con atención, la sutilidad con la que esa travesía debe constar, a beneficio de la memoria, por no hacer recaer en ella el depósito de tantas y tantas cosas y contar con un inventario (meticuloso el de José Ángel, articulado día a día, como debe ser) que acote las tramas, las haga prodigiosamente independientes y, al tiempo, las dote de una urdimbre reconocible, una especie de hilo que las cose. Más que contener, ese desatino en el escrutinio de lo real, se expande con absoluta calma y cree uno, mientras avanza la lectura, estar conversando con otro, dejándole explayarse o concentrarse, según la cuestión de la que diserte. Nada a lo que no aspire la buena literatura desde que comenzó a recorrer su hermoso camino entre nosotros.
Hay imágenes que duran más que la propia palabra, aunque ese mérito provenga de la virtud de saber manejar esas palabras. Es esa colección de imágenes la que da el tono al libro. Cree uno que verdaderamente hay un decir honesto y limpio de la vida de una persona en esos pocos meses en los que transcurre la trama del libro. Honestidad y limpieza y esmero en que ninguna de esos dos atributos aboquen al conjunto a la dulzura o a cierta intimidad incómoda. Se trata (lo cuenta él mismo en un apunte concreto del diario) de consignar lo cotidiano, no permitir que se difumine o que se olvide, pero cumpliendo ciertos protocolos: el de no dejar que todo se asiente una vez se cuenta, sino que se propague, y también el del recado de tener siempre algo que decir y no que no haya nada (en eso es admirable su capacidad de hacer literario lo que no tiene viso alguno de serlo) que no merezca atención o nada que no exhiba cierta belleza.
Buscar unas gafas durante un mes y hacerse de unas nuevas, el hijo que se va a Munich, la literatura de aula en tiempos del youTube, poetas devocionales de la India tocados por la pericia y sensibilidad de Jesús Aguado, la agonía del pájaro en una mano en la dulzura de Rafael Pérez Estrada: apuntes sin hilvanar y, con perpleja compostura, anudándose todos. El escritor se reconcilia con la vida y consigo mismo: escribir permite esa armónico quererse uno, podría pensarse así, darse el arrobo necesario para que el tráfago de los días (con su fuego y con su gris en el aire) no sea únicamente un camino, sino un destino, una especie de residencia amplia de la que uno se siente responsable y también propietario. No es la memoria la única invitada, no es ella la que se arroga el papel de albacea de lo vivido: cuando se transcribe hay una verdad permanente, extraída de su anómala o prevista ubicación y volcada con mimo (esa sensación es la que cunde, la escritura como cuidadoso regalo) en los apuntes diarios.
1 comentario:
Gracias por esta maravillosa reseña. Gran domingo y mejor semana!!!
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