De La regla del juego recuerdo (era yo joven) la sensación de teatro que me produjo, pero también la de sentirme por primera vez ante una película adulta. Imaginaba yo, en ese descubrir novicio y festivo, que la película de Renoir no era un hueso, así llamábamos al cine fuera del circuito fácil de las salas, como me advirtió un compatriota de edad que la vio. Una de las cosas de la memoria es que no está cuando se la requiere, pero suele acudir cuando no se la llama. Anoche, al escuchar en un programa de radio la palabra Renoir, sin que ahora sepa en qué contexto estaba embutida, viajé a mil novecientos ochenta y muy poco. Me vi en un cine de arte y de ensayo. Creo que quedé con un amigo, pero acabé entrando solo. Y sé también que no hubo ensayo más tarde. No tuve a nadie a quien confiar mi asombro, nadie con quien hablar de cine en el camino de vuelta a casa o en el recreo del instituto (era esa época, de eso estoy bien seguro). Me guardé la película como el que guarda un tesoro y solo mucho más tarde, en uno de esos coloquios a muchas bandas en los que uno habla de cine con absoluta fruición, entre iguales, entusiasmado y comprendido, conté algo de la cinta de Renoir. Incluí la soledad en la que la vi y referí la sospecha de que sería una película que me acompañaría siempre. Luego está la etiqueta con la que la hoja que se nos entregó la vendía: Una de las más grandes obras maestras de la Historia del Cine. Algo así presumo que pondría. Apabullado, convencido de no estar a la altura, me la despaché sin pestañear, comprendiendo que ése era mi sitio. Que aquella butaca de la sala era una especie de cabina de mando desde donde yo podía gobernar el mundo. Es ése uno de los cometidos que se le encomiendan al cine: el de procurarnos un estado de embriaguez intelectual, la de sabernos depositarios de una rara joya, bruñida con esmero, hecha de unos diálogos magníficos, de una inventiva paisajística soberbia, por cierto. Porque las escenas de caza son modélicas. Las recuerdo con extraña precisión. Hacen que no dude, como a veces sucede, de mi memoria, prodigiosa en el prodigioso pasado, ya saben, cuando el cine lo es todo, lo mueve todo, a todo alcanza y todo lo impregna. También los equívocos, la planta de arriba de los señores y la de abajo de la servidumbre. De algún modo el cine continúa haciendo que la vida sea más dulce y sea también más feliz. Ya no voy a los cine-fórum. Ojalá los hubiese en donde vivo. Que nos citemos alrededor de Renoir o de Lang o de Peckinpah y distraigamos la tarde hablando de cine. Ya no hablo de cine. Lo escribo con cierto tristeza, una soportable, a la que extraigo el beneficio de la escritura. Quizá sea la tristeza de lo que uno tuvo y ya no posee la que hace que escriba. También será ése uno de los cometidos del cine: el de tomar conciencia - y transcribir esa conciencia y volcarla en palabras- del peso maravilloso de la cultura, que es inteligencia y es belleza juntamente. Gracias, Renoir, por cierto. Luego están las conversaciones magníficas (como en Lubitsch, como en Wilder) de la trama, el ir abriendo y cerrando puertas (más Lubitsch), el sostenimiento de cierta liviandad aparente que, por debajo, acude a la gravedad del asunto que trata, el de las clases, el de la hipocresía, el de la complejidad de los sentimientos, el de la evasiòn de la realidad, el de la muerte (presente siempre, dramáticamente presente al final), el de la comedia un poco bufa también de la servidumbre y quienes los gobiernan, el de la acometida lenta de los fascismos, el de la preeminencia de la palabra como motor del mundo. En este mundo ocurre una cosa terrible, y es que todo el mundo tiene sus razones, dice un personaje. Pues bendita sentencia.
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