Poseo la habilidad de abstraerme y recluirme en mis cosas, en la creencia de que estoy bien abastecido de ficción como para esquivar el imperio de lo sensible, de lo que la realidad nos tiende a modo de reclamo. No sé si esta fuga conviene siempre. Sé que es fantástica cuando uno la busca de veras y la encuentra. No habiéndome aburrido casi nunca, no he sentido en ninguna ocasión pereza para abrir un libro, perderme en la historia de una película o acudir a quienes tengo a mano (los amados, los amigos, los allegados) para no sentir el pánico de no saber qué hacer. Suelo pensar en algo que leí de Caballero Bonald y que ahora, una vez se ha ido, me viene con más atropellada frecuencia, no sé bien la razón. El verano es propiedad de la infancia. Ahí está el azul primoroso del mar, el del cielo de las mañanas. Recordadas ahora, vuelven con una limpieza asombrosa. Observo tejados ocres, la playa a poca distancia, palmeras de verano puro, toda la consistencia impasible del día ofrecido como un don primario, pero el cerebro posee sus leyes internas y procede a su antojo, libando lo que le place, entrando y saliendo caprichosamente de mis vicios a sus vértigos, impidiendo (en todo caso) que se malogre la inocencia sobre la que construyo a diario mi estar en el mundo. El cerebro es un pobre iluso, en el fondo. Los billones de células nerviosas que soy me hacen sentirme un emperador de cuento. Dentro del cerebro, cabeza adentro, a ras de todos los secretos y de todas las revelaciones, el hombre es un dios. Y en alguna habitación sin amueblar, despejada de distracciones, guardo el azul del verano de la niñez, los paseos por un paseo marítimo a la caída de la tarde, recién abierto el mundo. Eso es a lo que se refiere Bonald. Probablemente el verano fija con más entusiasmo los azules y los verdes inagotables, pero ahora (qué quieren que les diga, soy caprichoso por naturaleza, no tengo orden, me lo dice mi mujer) pienso en mi infancia en la calle Jaén, en Córdoba, despertando un sábado por la mañana, abrigándome como debía y saliendo con mil juegos en la cabeza, sin pensar en la temperatura del cosmos, desprovisto de los argumentos disuasorios que después, en la edad adulta, arruinan tantas aventuras prodigiosas. La memoria es un vértigo y una fiebre. Uno la domestica como puede, la adiestra para que no se haga perezosa y pierda fuelle, brío, la rutina formidable de volver a contar las cosas de vez en cuando. Escribo para que no se me pierda lo que amo. Busco las palabras para saber cómo contarme el mundo. Confío en las palabras. Cuando me faltan, en el momento en que no acuden si las llamo, flaqueo, me pierdo en el azul impecable, en la abstracción sin propósito del universo considerado como un mapa de mi cerebro. Incurro en darle residencia fiable a la memoria, que es otro mapa, quién sabrá de qué país, pero único y hermoso y nuestro.
11.6.21
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1 comentario:
Soy fiel lectora de los Dietarios aunque no siempre comente para no aburrir y este es otro escrito realmente entrañable..
"Escribo para que no se me pierda lo que amo..." que cierto!!!Me encanto!Muy buen fin de semana compartiendo con la imaginacion y con los afectos.
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