13.3.25

Tiempo de amar



Este irse uno muriendo, lentamente, como a ratos, sin evidencia tangible de que sea cierto, hace que en realidad no pensemos que morimos, no se apremia el cuerpo a sucumbir a su intemperie vasta, a su declinar tosco. Nos duele la muerte de los otros. Jamás vi yo asunto que despierte mayores adherencias o desapegos sentimentales. La muerte es el negocio perfecto, el fantasma tangible. La han manejado con proverbial habilidad los chamanes de la tribu y los sacerdotes de los parroquias, que vienen a ser, en esencia, obreros de la misma nublada y lírica causa. Bajo la dulce bóveda de las metáforas, hemos ido construyendo el mundo. A la muerte, a la inflexible, la hemos pensado, en ocasiones, con mayor aplomo que a la propia vida. Descuidada, convertida en una empresa de un orden menor, a pesar de no tener otra más confiable, la vida pasa y la muerte acude, claro. El luego es el que no conocemos. A lo que hemos venido aquí es a hacer ese paseo lo más grato y cómodo posible. ¿Es así? De ninguna manera. Lo enfangamos, lo enturbiamos, lo rebajamos a lágrima o a reproche (como dejó escrito Borges) y rezamos en la secreta esperanza de que alguien escuche lo que barrunta nuestro miedo. El desconsuelo es el que escribe las páginas, no nosotros. La sensación de que el viaje, por hermoso que sea, es incompleto, se arrima de clausura, se viste de finiquito. La posibilidad de que exista un arcano que, al pronunciarse, nos franquee las puertas de la inmortalidad levanta templos, inventa religiones, urde dioses. Una inmortalidad a salvo del tiempo y de sus mercenarios perfectos. 


La muerte de un hombre es también la de su ángel, sentenció el inconmensurable Rafael Pérez Estrada. Como si alguien afuera, qué hermosa idea, en el fondo, nos tutelara, cautamente vigilara nuestros actos, contemplara la obra de teatro de la que somos actores principales y mudara la sombra en fulgor, la dura piedra en delicado pétalo, en belleza pura. No importa que no se inmiscuya. Da lo mismo que no se haga parte del elenco. Solo saber que está ahí, arriba, al lado, adentro, pendiente de los pasos que damos, al tanto de los errores que cometemos, feliz con la hipótesis de que nos vamos muriendo estupendamente, sin quejarnos mucho, como dejándonos ir.  Mi amigo K. al que últimamente traigo poco o nada por aquí, siendo su casa, me dice que no me ponga trágico. A K. le debo estas charlas conmigo mismo. De él proviene este mirarme y contarme las cosas. No sabré jamás cómo agradecérselo. No sé a qué viene que escriba sobre la muerte, tan temprano, lloviendo como llueve en mi pueblo pequeñito. El orden del mundo está lleno de paisajes hermosos, paisajes que no los cruza la muerte, hondos y palpitantes ellos, ajenos al gris, investidos de color, pero ha sido la frase de Pérez Estrada, la que me ha parecido buena para titular la entrada, la que me ha hecho ponerme (como suelo) a escribir bien temprano. Se me quedó ayer otra vez en la memoria, revoloteando. Es antigua, la conozco desde hace tiempo. Es de las de fácil acomodo y más fácil todavía recitado. No anda uno declamándola, no creo que haya muchas conversaciones en las que cuadre. Estás con unos amigos tomando cerveza en una terraza y de pronto caes en la cuenta de su existencia, suele pasar. Piensas: tengo que soltar en algún momento "La muerte de un hombre también es el fracaso de su ángel", pero no te atreves, no encuentras el hueco, siempre es recomendable que haya uno en el que calzar las cosas que no calzan en otro. De pronto, no será posible, me ha gana de quedarme en casa, no tener nadie a quien ver, nadie que me espere.  Si pueden, quédense en casa. Lean, hablen de la futilidad de lo real con la persona que amen, observen las nubes comidas de agua en el entenebrecido cielo, revisen la filmografía europea de Fritz Lang, ordenen el cajón de los buenos propósitos. Que uno sea querernos mucho. Son tiempos de amarse. Todos lo son. 

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