La hormiga cubrió la distancia que la separaba de mi zapato ocupando una tarde entera. La vi avanzar sin desmayo. Desafiante, heroica, desplazaba una hoja escandalosa en tamaño. Como una catedral para un feligrés en pecado. Tampoco sabría ahora decir si le costó o no. Sé que se plantó allí delante y no se movió en un par de horas. La hoja a su espalda, haciendo planes tal vez del propósito que secretamente le encomendaba. Mientras que ella andaba en sus cosas, yo entretenía mi ocio en las mías. Nunca había sentido una compañía tan insignificante. Ninguna que me causara zozobra y ahí la hormiga avanzando, acercándose poco a poco al banco del parque, acarreando su hoja hacia yo estaba muy cómodamente instalado, leyendo. En esa tarde, concluí la novela de S. Era buena, sin ser magnífica. Me encantó la manera en que la trama iba desquiciándose sin desmoronarse la entereza de los protagonistas. Uno de ellos, uno particularmente obcecado en alcanzar su destino, conjurado a esa meta a riesgo de su propia vida, moría fortuitamente nada más conseguirla. Dolía que ahí concluyera la novela, que no hubiese una posibilidad, por pequeña que fuese, de que otras circunstancias de la trama me sacasen de la tristeza enorme que esa muerte imprevista me había causado. Fue entonces quizá cuando la emoción de esa pérdida irrecuperable hizo que se cayese el libro al suelo y un canto aplastase a la hormiga. No fue voluntad mía. Fue el azar, por pensar algo.
16.6.21
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