Amanece con la cándida elocuencia de lo conocido y se resuelve en claridad el aire. Unos pájaros conversan en la calle. No ha pasado ningún coche todavía. Ni se oye el rumor de la gente. Salvo por la eclosión de la luz, todavía tenue e indecisa, o por la conversación de los pájaros, no hay evidencia de que el día prospere. Cuando irrumpa de verdad, la vida hará el ruido acostumbrado. Nos quejamos poco del ruido: es algo nuestro, se ha hecho familiar, no le hacemos casi aprecio. Pero cuando se percibe el silencio, en ese instante, parece que hasta el cuerpo mismo lo agradezca. Se aligera el desánimo, cunde una especie de bondad de la que más tarde nos desharemos, sin que ni su propiedad ni su abandono hayan tenido trascendencia alguna. Me he asomado al balcón a mirar el cielo, más que a la calle. Se pierde en él la mirada, lo contempla con torpe vehemencia. La misma con la que a veces se mira al mar. Vinimos del mar y vamos al cielo, nos dicen los científicos y los clérigos. Es de los poetas el amanecer. Es posible que cualquier pequeña posibilidad de inspiración suceda en ese instante, en ese declinar de las horas, en la impronta que la luz limpia de la mañana deja en la mirada. El tiempo transcurre con fuego pálido, con su ardor lento. El domingo es un género literario. El de hoy es de los pájaros todavía.
20.6.21
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