Ilustración: Bernie Wiseman, The New Yorker
En 1929, en la Gran Depresión, hubo muchos Prescotts, banqueros arruinados a los que no les agradó ninguna opción diferente a la de estamparse en la acera tras arrojarse desde la ventana de su oficina. Que no los haya hoy informa del descrédito de la tragedia como género literario y de la fortuna de que tirarse al vacío no prospere bajo ninguna circunstancia, por terrible que sea. No se suicida la gente con tanta facilidad, debemos alegrarnos por ello, pero hay una dignidad en el hecho de apartarse cuando todo se ha ido al garete, que es una palabra sencilla para representar algo hondo y, permítaseme, terminal. Uno se alegra (insisto) de que el suicidio no sea un recurso para nadie, por mal que estén los invitados a esa triste clausura, pero lo que le entristece es que los que así lo consideran sean los afectados por las fechorías de los banqueros en lugar de los malhechores mismos, autores intelectuales del despropósito y, en última instancia, padres del descalabro. Hay gente que actúa a sabiendas de que su medro será directamente proporcional al desmedro ajeno. Que sus logros serán la ruina de otros. El pobre zurce el roto que ha hecho el rico. Se arroja para no pasar el rato indigno del desahucio.
No se desea que los Prescotts del mundo se confíen a la eficacia de la ley de la gravedad, pero tampoco se advierte que haya muchos en fila, conjurados a zanjar su deuda con la sociedad por el expeditivo método de arrojarse desde la cornisa de un edificio. Prefieren esperar a a que amaine la tormenta, nada de lo malo que hacen les afecta más allá de un rato de pesadumbre al hacer balance de sus libros de cuentas. Hay, sin embargo, desahuciados que hacen las veces de banqueros, criaturas a las que la pobreza aboca a sacrificarse y zanjar sus penurias drásticamente. No hay chistes que podamos adjuntar para esa circunstancia terrible, la practique quien la practique. El humor, pese a que debe alcanzar cualquier circunstancia, tiene unos límites. Hay mucho de que hablar sobre esa reflexión, no obstante. No hay Prescotts en la gruesa caterva de pobres del mundo. Hay gente que lo perdió todo, aunque no tuvieran mucho que perder. Una vez que todo se ha ido a la mierda caben dos posibilidades: o empezar de cero o buscar un metodo expeditivo que cierre la dolorosa trama. Se pueden encontrar soluciones intermedias, de inspiración recreativa. Que el malo de esta película, el que salió del banco con la cuenta reventona a costa de los pequeños inversores y de los clientes de cartillas enclenques, sepa que después de la vergüenza pública (en el caso de que la haya) y del ajuste penitenciario (en la hipótesis de que se le aplique) no saldrá con la cabeza alta y la seguridad financiera de la que sus damnificados carecen. El lector amable puede intercalar en la lectura los nombres de los personajes conocidos. Son los Prescotts sin cornisa, son los que han provocado que andemos como andamos. Si miramos en la hemeroteca encontraremos material narrativo como para hacer una novela. Sería gris y casi con seguridad también deprimente. Mi abuela, a la que cada vez recuerdo con más devoción, decía que por el dinero baila hasta el perro. Algunos siguen los pasos aprendidos incluso cuando se precipitan al negrísimo y póstumo vacío. Luego está lo de las barbas del vecino, ese refrán maravilloso al que se le da tan poco aprecio, siendo tan de actualidad.
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