25.4.24

En memoria de A.R.

Ayer incineraron a Antonio. Se murió en su casa. Vivía solo. Tenia la integral de Bach y era un sibarita en la restitución de esa música divina y la amaba con el corazón sensible que tenía. Hacia años que no oía bien y la voz casi se le fue. Hablaba con voz apagada las últimos años que lo traté. Fue maestro hasta que la edad le permitió dedicarse a sí mismo con absoluto arrobo. En la escuela en la que lo conocí teníamos la costumbre de hablar de jazz y de cine negro de los años dorados. Pese a ser casi treinta años mayor que yo, Antonio era de mi quinta. Lo de la edad va en el ánimo, no es una cifra que se escrute con afán matemático. Gustaba de su café a la caída de la tarde en las cafeterías de Lucena. Leía la prensa o revisaba con voluntariosa afición su móvil, más por domarlo que por estar al día en las redes sociales, de las acabó retirándose. Entraba en mi blog. Le asombraba que escribiera a diario. No puedes tener tantas cosas que decir, esa observación de perplejidad me entregaba. En cierta ocasión me solicitó que le echara a andar un aparato de una conocida plataforma de televisión. Aplaudía la eficiencia del cachivache, la posibilidad de ver su amado cine como nunca antes lo había visto. Iba a las salas en los estrenos. Salía entusiasmado o colérico, pero no rescindía su vocación de espectador agradecido. En las conversaciones que tuvimos, nunca compareció la muerte, no tenía intención alguna de malograr los dones de estar vivo con quebrantos metafísicos. No le vi jamás interesado en las efusiones cofrades tan en boga en su pueblo ni de su boca salió impedimento o sanción alguna a que otros se explayaran en las calles con sus advocaciones y con sus desvelos marianos. Fue un hombre educado, íntegro, gozosamente facultado para la belleza y para la quietud. Sé que viajó por Europa y que abandonó cuando anciano la ocupación de la lectura, salvo (decía) la dedicación a mis escritos. Hacía mucho que no lo veía. Cuando ayer miércoles encontré a un amigo suyo con el que solía entretener las tardes en los cafés y en los paseos y le pregunté que cómo andaba, me reveló la desgracia. Lo hizo con inédito desparpajo, como si aceptara sin mayor dolor que la mesa no le tuviera al otro lado. Qué solas se quedan a veces las mesas de los cafés. Qué solos nos quedamos cuando los amigos se desvanecen. En una visita que le hice, interrumpí La reina de África, la estupenda película de John Huston. Qué buena actriz era Katherine Hepburn, recuerdo que me dijo. Lo es todavía, añadí yo. Hoy he recordado esa charla nuestra sobre estar o no estar en el mundo. Echaré de menos escuchar en su casa los Conciertos de Brandeburgo. 



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