Lo primero debería ser anotar cándido, anotar simposio, anotar cadmio. Luego el día podría hacer sus atropellos acostumbrados, pero ya se tendría algo desde donde arrancar, un inicio de la aventura o posiblemente un precipitarse menos angustioso, como si contase ser precavido y las tres palabras (cándido, simposio, cadmio) congraciasen la entera forja de un pétalo desde la nada y hacia la nada misma. Porque los asuntos de la materia son indistinguibles de los de la fabulación y una mujer se desmaya por segunda vez al ver la tarde abierta en un haz de luz que la predispone al pudor o a la mera especulación dramática, a ese turbio danzar de batracios que antecede al plebiscito de las damas de alcurnia, a la comparecencia de los poetas nuevamente zarandeados y colgados de los pies para que no les quede nada en los bolsillos y los campanarios que cuestionan la niebla y las muchachas convencidas del furor de su sangre caigan al suelo y hagan un ruido pequeñito que apenas pueda oírse, uno de esos ruidos como de estómago de hormiga agradecida al ingerir una brizna infinitesimal y telúrica de pipa de girasol antigua y precursora de luz y de grandes orquestas ocupadas en no hacer perder el ánimo a los escritores de piezas operísticas o a los arrendatarios de las habitaciones en las que la mujer del pelo más oscuro gime, la de la derecha, esa que ahora me mira y saluda, no sé quién es usted, yo estoy buscando una razón a la mañana, estoy determinado a que cándido, simposio y cadmio trencen un suéter de palmeras variadísimas en el pecho de una doncella nórdica o de una niña con tartamudeo, aunque todo grite que sí, que haremos algo bueno de esta vida nuestra sin empeño, saludable y propiciatoria de siestas y de grumos, de albaranes de muebles muy altos y de sudor de amantes de lo que cruje y se expande. Y era de ofrendas la noche del océano, era el aire una fatiga de columpio, un brocal para que hociquen cien arcángeles, pero la hormiga está avanzando, ha escrito en el fuego de la tarde altas cúpulas, ha fingido un temblor dulcísimo en el que el tiempo se cimbra como un pendón triste de no morir.
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