23.4.24

Plegaria para letraheridos

  A Eloy Tizón, pirómano dilecto

“Todo lector es el elegido de un libro”
Edmond Jabès

Cada libro, en cierto modo, es la historia particular del lector que lo abre. Leemos lo que fuimos, lo que somos, lo que anhelamos ser. No existe como libro hasta que alguien formula el rito de su imposición a la realidad. Antes de ese acto mágico, cuando no se ha franqueado su promesa de asombro, el libro es un objeto entre los objetos, como diría Borges, un fantasma, como diría Cela, que precisa un público para dejar de serlo. Edmond Jabès, el autor de la formidable cita que abre esta historia, va más allá: viene a decir que el libro no sólo elige al lector sino que crea al lector. Únicamente comparece en la comisión del rito preciso de leer. A veces he pensado que leer es una transfiguración absoluta del alma, que se lee para ejercer una antojadiza bilocación y contemplar lo real desde una perspectiva que el cuerpo, en su estricta observancia de las leyes físicas, no alcanza.

Se trata, al cabo, de nunca ir solo. El lector es una especie de enemigo contumaz de la soledad. No la quiere para sí, salvo que algo le urja a hacerse con ella y acogerla con absoluta hospitalidad. Busca siempre refugios, lugares donde otros desamparados facultaron las actas de una cofradía única, ajena al tráfago de las prisas del mundo vertiginoso que hemos inventado. El cofrade secreto, héroe de sus fugas, cómplice de la bondad del botín, no precisa correligionarios que le aplaudan los gestos, los títulos y los pies de página abiertos en cada capítulo, en cada pequeño trozo.

Leer es una actividad de riesgo. Como escribir. El escritor es un agitador social y el lector es el feliz incauto que ha perpetrado el pecado terrible de buscar, ajeno a tutor o guía alguno, a la verdad o al conocimiento o la belleza.

En las guerras, lo primero que hacen los soldados es quemar las bibliotecas. Piras funerarias de historias. Caligrafía quemada. Letras que arden. Ceniza de las horas. Humo del tiempo. Los libros arden mal, escribió Manuel Rivas.

Los libros son mapas tangibles de la felicidad, fiables prontuarios de cómo funciona el mundo. Guías para no perderse. Cabe incluso la posibilidad de que los libros sean una invitación al desconcierto, bálsamos inversos, pastillitas de colores que no cumplen la función que les encomendaron. Porque ese mundo que registran en sus páginas no es una materia fácilmente manejable.

No creo que haya otro objeto más venerable que el libro. Leer un libro es leer la infinita concatenación de hechos que han sucedido desde que fue vertido a la realidad hasta el momento en que esa realidad regresa a ti y se te confía. Lo que tutela (esa forma encriptada de belleza y de inteligencia) hace que seamos lo que somos. Para malo o para bueno. Somos lo que los libros nos cuentan. También lo que no cuentan. No hay nada que no esté en los libros. La bondad y la maldad están dentro de su reino. Pero los libros que más me fascinan son los que no están enteramente a mano. Los que no se exhiben con la majestuosidad de las grandes bibliotecas o las baldas de las buenas librerías. Ni siquiera esos bien amados con los que uno ha ido haciéndose. Hablo de los libros inesperados. Surgidos de improviso, ofrecidos en un capricho del azar, rendidos a nuestros sentidos cuando nada invitaba a que aparecieran.

Son criaturas dóciles, argamasa sublime con la que levantar un templo en el que refugiarse y en el que rezar a los improvisados dioses que contienen. Hay dioses en las letras. A falta de otros rezos, elevo a diario mi plegaria con estos.

En cierto modo, el tiempo en que uno escribe es tiempo en el que no lee, pero no hay vez en que escribir no sea también un acto de lectura. Uno escribe y sanciona lo escrito, lo reforma, lo estira, lo desmonta para recomponerlo después. El lector, en este sentido, es una especie de escritor perezoso, uno que no precisa del registro de las palabras. Cuando leo a Tolstoi, soy Tolstoi. Cuando a Proust, Proust. No hay escritor que haya muerto del todo. Todos existen en cuanto alguien los lee. Ese diálogo (presumo) debe ser la eternidad.

Lo dicho tiene algo de alado, sentenciaba Borges. También, tomado de San Anselmo, que el libro en manos de quien ignora su alcance y lo contempla como una amenaza o como un enemigo es tan peligroso como entregar una espada a un niño. La religión de los libros está sustentada en arcanos. Todas lo están, ninguno reemplaza la meritoria conversación de las metáforas, la lujuria íntima de un secreto que no acaba nunca de rebelarse y que, al adentrarnos en su cuerpo de misterio, alumbra otro.

La mejor biblioteca es la de emergencia. A veces las muy pobladas, las que tienen baldas muy altas, cobijan o consuelan menos, no sabe uno a veces a qué acudir, qué volumen escoger, tientan muchos, hasta parece que los desechados pidieran ser tenidos en cuenta, solicitar que se les abra y atienda. A veces necesitamos un libro al modo en que se necesita un cuerpo. De hecho hay ocasiones en las que sabes que habrá un libro que te aguarda, uno fiable al que encomendarte, en el que perderte y posiblemente encontrarte. La literatura es un amante duradero, del que no desconfías, al que le cuentas cómo estás y con el que conversas. El amor es una extensión de las palabras: dice lo que ellas no sabrían, se sublima cuando calla incluso. Hay libros de una mudez sobrecogedora: terminas de leerlos y sientes una punzada de la que ya no podrás zafarte. Te duele inadvertidamente. Es un dolor que se sobrelleva bien. Es el dolor que hace que el verdadero dolor no cuente.

‘La Biblioteca de Babel’ de José Ignacio Díaz de Rábago en la Biblioteca General de la UMA

Hay libros que no paran de hablarte. Anoche me confortó un pasaje de Benedetti cogido al azar, uno de esos cuentos de parejas que se aman sin saberlo o de parejas que es mentira que se amen o de parejas que no incurren en la banalidad o en el triunfo del amor, según se mire. Pensé en el amor ajeno y en el propio, en todo el amor que es posible que yo sepa dar y el que pueda recibir. Pensé en toda esa alegría que es siempre superior al amor o que actúa en un ámbito distinto, tal vez más íntimo. Se está enamorado un plazo corto de tiempo, no se pide más, no se anhela más, basta ese confort espiritual, ese trascender, ese sentir que todo cuadra y se ensambla alrededor de nosotros. Al amor se le asignan cometidos a los que no siempre sabe dar cuenta. La alegría de querer amar es la semilla que propicia que se termine amando. La felicidad funciona a otro nivel, no se involucra en lo espontáneo, en la presteza de lo deseado, sino que discurre con mayor mansedumbre, ajena al desquicio de lo presente, no se encabrita, no se atropella, no da indicios de quebranto, apenas se la ve flaquear. Cuando lo hace, en esos momentos de debilidad, pone la mejor de sus caras, finge con primoroso desempeño, se recompone y luego, al desaparecer el daño, regresa como si nada hubiese ocurrido. El amor, en cambio, debe ser fiero, debe evitar la quietud y la contemplación, debe encabritarse y atropellar y desquiciarse. A veces me da por pensar que la felicidad y el amor no debieran nombrarse juntamente. Lo que los abraza a los dos es la belleza. Ella es la única a la que se debe rendir pleitesía. Un libro es un anticipo suyo. Algunos con más determinación que otros, pero todos albergan alguna brizna de belleza.

Hay libros que no se acaban nunca. Contienen la semilla de todos los demás. De algún modo se entrelazan, hacen una secreta e íntima labor de nudo, declinan su apariencia de unidad y anhelan lo tornadizo y lo ajeno. Son otro libro cuando se los retoma, se parecen a quien los abre y lee, mudan su sentido, lo congracian con el sobrevenido en el ánimo o en la experiencia del que inadvertidamente los atraviesa. No son nunca el mismo. Tampoco nosotros lo somos. Ya se nos ha dicho muchas veces: el río es siempre otro río.

Hay libros que semejan paisajes. También los hay que tienen vocación de espejo. Uno se ve en ellos. Incluso considera que en el decurso de su lectura algo privado va deshaciéndose, adquiriendo la consistencia extraña de los personajes a los que de pronto ha tomado como suyos en el trayecto.

Hay libros que curten al modo en que la vida lo hace cuando nos arroja a su trajín y a su estrago. A veces no se tiene constancia de su peso, no se advierte que algo suyo importe siquiera, suceden con la parsimonia o con la irrelevancia de lo liviano, con la premura o la tardanza de lo trascendente. Algunos de esos libros son únicos. Todos, por variadas razones, sin intervenir la excelencia en ellos, lo son. Su singularidad proviene del asombro que nos causen. Nada más percibirlo, en cuanto hace su trabajo de desconcierto y de perplejidad, sabemos que no nos abandonará nunca. Sucede con increíble disimulo. Apenas se aprecia, si es que alguna vez sentimos cómo avanza, si puja y determina quedarse, como si un delirio nos ocupase, como si la realidad (la del libro o la otra) se transfigurara, mostrando su verdadero apresto, consignando (azarosamente, tal vez, sin fiable registro) su esencia, la que podría afectar a la que quiera que nosotros, al leer, llevemos dentro.

Da miedo descubrir que no se lee o que no se escucha. Quien lee o escucha, se perturba. Se prefiere oír, que requiere una atención menor y no deja ninguna huella. Lo admirable es que se siga escribiendo y se siga hablando. Que haya lectores y escuchantes. Que el lenguaje sobreviva y se expanda a su manera, a salvo de las tropelías que se le aplican, libre (cada vez más dificultosamente) del peligro de que se pudra y pervierta o de que se empobrezca y no cumpla el cometido que tiene encomendado. Hay más libros que gente que compre libros y más conversaciones que gente que desee escucharlas. No se entiende que subsistan y medren en las librerías o en el escenario de las calles. Se acabará por admitir, con tristeza, con resignación, que hemos abandonado el amor a las palabras. Después vendrán los bárbaros, veremos la cimitarra de hierro esgrimida como lábaro. Si no leemos, es al caos el destino al que invariablemente nos acercamos. El caos como representación de nuestro estado de ánimo.

Los libros son el termómetro de la vida de un pueblo. Da igual que haya escritores (lectores inversos) mientras no haya quien lea (escritores inversos). Se lee poco porque no se prestigia la lectura. Se escucha poco porque no hay quien desee saber más de la cuenta. Es el saber el que ha perdido su cetro. No sabemos en qué recayó, qué disciplina recogió el relevo. Debería existir una asignatura en la que únicamente se aborde la animación a la lectura. En la escuela, en casa. Leer es la llave que abre cualquier puerta. No hay ninguna que no se franquee con la lectura. También podría cuadrar en este bosquejo de Resurrección Cultural la asignatura de escuchar, no solo la de hablar, la malhadada retórica que ahora han adherido al currículum como si hubiesen descubierto la cura del cáncer o como si los maestros la hubiésemos olvidado o no la acometamos con ahínco y entusiasmo en el aula, cada cual con sus mejores propósitos y sus más motivadoras actividades. Todo estriba en ennoblecer (en prestigiar, en hacer amar) el lenguaje. Es la única casa posible. Las palabras están perdiendo su asiento antiguo. Y de ahí el infierno a la vista, su espectáculo de llamas y de ceniza, su tristeza de ignorantes. El infierno aceptable, el del fuego manso, el invisible, el inapelable, el infierno doméstico del que no se tiene conocimiento y que nos zahiere y rebaja. Tal vez convenga este desánimo en la cultura, visto que no se implementan medidas (no siempre es así, hay iniciativas admirables en la clase política) ni se pone en valor (expresión muy quemada por esa nómina pobre de políticos) la empresa de construir una sociedad más solidaria y tolerante y, sobre todo, lectora.

El cielo son los libros.

El aburrido trabajo de contable de Kafka o de Pessoa seguro que consentía libros secretos dentro del abrigo. El otoño es propicio para esas escaramuzas. El tiempo, en su bonanza, cuando no exige ropas hospitalarias, busca libros en las manos o en la memoria. El libro se convierte así en un objeto clandestino, en un espejo furtivo de nuestra propia incertidumbre ante la vida.

Como los libros, hay personas que no se acaban nunca. Contienen la semilla de todas las demás. De algún modo se entrelazan, hacen una secreta e íntima labor de nudo, declinan su apariencia de unidad y anhelan lo tornadizo y lo ajeno. Son otras personas cuando se los retoma, se parecen a quien los trata y ama, mudan su sentido, lo congracian con el sobrevenido en el ánimo o en la experiencia del que inadvertidamente los atraviesa.

Hay personas que curten al modo en que la vida lo hace cuando nos arroja a su trajín y a su estrago. A veces no se tiene constancia de su peso, no se advierte que algo suyo importe siquiera, suceden con la parsimonia o con la irrelevancia de lo liviano, con la premura o la tardanza de lo trascendente. Algunas de ellas son únicas. Todas, por variadas razones, sin intervenir la excelencia, son. El asombro es la máxima impasible, el norte cierto, la tierra prometida, la eternidad. Nada más percibir ese asombro, en el momento en el que nos sentimos tocados por la gracia de la belleza o de la inteligencia o de la sensibilidad, en cuanto el arte hace su trabajo de desconcierto y de perplejidad, sabemos que no nos abandonará nunca. Sucede con increíble perseverancia. Apenas se aprecia, es cierto. Es moroso su medro. Alguna vez sentimos cómo avanza, si puja y determina quedarse, si se le ha visto y luego lamentamos que ya no esté, como si un delirio nos ocupase, como si anduviésemos ebrios, como si la realidad, la realidad de esas personas se transfigurara, mostrando su verdadero apresto, consignando (azarosamente, tal vez, sin fiable registro) su esencia, la que podría afectar a lo que quiera que nosotros, al acercarnos a ellas, llevemos dentro.

Hay personas que semejan paisajes. Uno toma distancia y las contempla con absoluto afán. Dan lo que no se tiene. Ocupan los huecos que el alma va dejando cuando se quiebra y rompe. También las hay con vocación de espejo. Uno se ve en ellas. Si desaparecieran, me desvanecería.

Es en los libros donde me conozco. Fuera de las personas a las que amo, ellos son mi paraíso asequible. El cine y la música rivalizan con ellos. Soy de leer mucho, de escuchar mucha música, de ver muchas películas. Si me arrebataran alguna de esas adicciones no sería yo. De hecho, todo lo que soy proviene de la certeza de que ellas me asisten. Mis seres amados, mis libros amados, mis películas amadas, mis discos amados. Es de amor esta plegaria. Eso es lo que quería decirles hoy.

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