8.4.24

Por unos platos

 

Para A.S.H., que me confió el desvelo y su cometido

Se friegan los platos de la cena a las cinco cuarenta y siete de la mañana por razones a las que a veces uno no alcanza, pero no hay vacilación ni pesadumbre y se comienza por aplicar con esmero el estropajo para que la costra de la noche se despegue de la loza y el agua ejerza el oficio de la pulcritud. Hay quien se levanta sin dar con la herramienta que adecente su cabeza para elevar la cumbre del día a punto de irrumpir. Quien sale a la calle con el fregadero de su voluntad ya fatigado o reacio a maniobras higiénicas drásticas. El problema de despertarse tan temprano tiene poco desempeño en la bibliografía al uso. Se podrían manuscribir poemas satíricos o confeccionar el menú para la semana o bosquejar un modo eficaz (no excesivamente lesivo) para ir dejando de fumar o acometer con seria convicción la aplazada inscripción en un gimnasio, pero los platos sin recoger invitan a que no nos pongamos demasiado trascendentes y abracemos con alborozo la coreografía de un acto sencillo y útil como pocos y salgamos más tarde al tráfago del día con el corazón contento, lleno de alegría, conjurado a desfacer los entuertos acostumbrados, cual quijote improvisado que cabalga con determinación las anchuras de la tierra para que la justicia resplandezca. No siempre esa hospitalidad con uno mismo surte de confianza a quien la ejerce y el azar, que es un bicho retorcido y de poco o ningún afecto a la bondad, se encarga de malograr ese brioso modo de afrontar las obligaciones que nos encomiendan. Nadie está libre de esa inminencia continua de la contrariedad y suele suceder que cualquier asunto menor descalabra los altos y nobles a los que nuestra alma bondadosa se inclina. Hay quien se molesta al apreciar que no le escuchan. No se contraría al principio, pero el malestar es un cáncer y acaba incomodado, irritado, enfurruñado por dentro. Cuenta con el temple y se arredra, mide el enfado con tiento, sopesa la posibilidad de desoír al demonio que lo incita a encabronarse. Y el mal triunfa cómo acostumbradamente suele y se le echa la culpa a los platos, a poner el pie en el suelo a horas imposibles, a sentirse desvelado y urgirse a las labores domésticas cuando tal vez hubiese sido mejor la escritura de los poemas satíricos o la confección del menú o la firmeza de no enmarañar con necio humo los pulmones o la inscripción en el gimnasio tantísimas veces postergada, pero qué alegría el regreso a casa, ese entrar en la cocina, que fulge como el oro de los príncipes, y saber que hemos sido responsables y tenemos la conciencia y el fregadero limpios como la patena, que una casa en orden y en perfecto estado de revista es indicio de que nuestra cabeza está en armonía con el cosmos y con nuestro corazón, que el sol a punto de iniciar su coronación en la alta bóveda celeste será bonancible, será apoteósico, será el mejor de los días posibles. Por unos platos. Por madrugar tan insensatamente. 



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