De igual modo que al cerrar los ojos negamos la realidad visible y clausuramos el aturdimiento de las formas y de los colores, podríamos también cerrar a voluntad el oído y negar los sonidos, no escuchar a quien habla y no dice lo que se quiere que escuchemos, a quien grita cuando a nada contribuye el ruido, a quien violenta el silencio con palabras vacías, con frases huecas, con argumentos estériles. El cuerpo es una máquina que funciona casi siempre a su aire: no se deja gobernar, no acepta que se la administre y se la conduzca a capricho de quien la posee. Pero vivimos fascinados por su lenguaje y guía nuestra vida: lo endiosamos, lo convertimos en el norte absoluto y fatigamos los días vigilando que no se despeñe en el abandono, haciendo punible la pereza, cuando conviene de vez cuando esmerarse en su cuido, mimando su aspecto, engolosinados en la labor de arrimarle los cariños atrasados, que se acumulan y exigen su restitución, oficiando la ceremonia de la distracción. Hemos creado modelos de conducta basados en lo físico, en lo gestual, en lo epidérmico, forzándolos sin atención ni consideración, no cayendo casi nunca en la cuenta de que es adentro donde reside la belleza y lo que quiera que la belleza nos entregue. Pero no podemos cerrar a voluntad el oído y no sabemos decirle al cuerpo que somos nosotros quienes mandamos. No nos interesa: seguimos pagando a gusto el peaje de los sentidos y miramos los cuerpos con absoluto fervor, buscando esa belleza externa, claudicando ante esa belleza eventual, notando cómo el corazón vibra, loco, conjurado a no claudicar y continuar en la restitución de un recado antiguo, el de la sangre como un caballo galopando sin fatiga. Qué difícil ese tráfago y qué ciego su desempeño. Hoy mi cuerpo está reacio a que se le traslade de un lugar a otro y llueve como si se acabara de inventar la palabra “lluvia”. La lluvia es una invitación a que no franqueemos la puerta de casa. Se está bien ella, no hay lugar mejor en ocasiones. Por más que en otras anhelemos dejarla y ocuparnos de la realidad que la circunda, no se está en ningún lugar como en ella, como decía Dorothy tras aventurarse por las baldosas amarillas con sus zapatitos mágicos en El mago de Oz. Será de holganza doméstica el día, será de no darse por aludido, no involucrarse más de la cuenta en nada y aplazar lo que quiera que suceda afuera y le incumba, no saldrá a la calle ni daré de mí lo acostumbrado, no haré que el cuerpo sucumba al peso del cansancio y reclame su parte de sombra, su cancelación de la vigilia, su ingreso en el bendito sueño. Llueve con intención de que no dejar nunca de llover y el cuerpo agradece que se abone la tierra y el alma.
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