15.4.24

La fascinación del error

 


Fotografía de Marina Sogo

“Uno quiere sacarse algo de dentro y no sabe exactamente qué es hasta que lo ha conseguido, pero no hablaría de intención en el sentido positivo de la palabra en lo que respecta a mis poemas, ni a los de nadie”.
T. S. Eliot

Nunca supe con qué título quedarme de las abundantes traducciones que he encontrado de The waste land, la obra cumbre de Thomas Stearns Eliot. Ninguna de sus lecturas rivalizó con la primeriza, acometida a mediados de los ochenta, en una edición bilingüe al cuidado de por Ángel Flores, cuando descubrí en la literatura un modo de descubrirme a mí mismo, no el único, por fortuna, debo añadir. No fue edad propicia para entrar en la poesía de Eliot, no sé si alguna lo es y, al tiempo, cualquiera es válida. El modo en que el libro llegó a mis manos fue azaroso y probablemente intervino la buena voluntad de alguien, que me lo arrimó con la misma voluntad con la que yo he ido recomendando libros durante toda mi vida, la de compartir lo que a mí me produjo algo parecido a la felicidad. Es arriesgado ese ejercicio. La misma felicidad es un campo inevitablemente abonado al riesgo. Lo de los títulos, esto es, quedarse torpemente con uno y no acatar los otros, no debería plantear mayor quebranto. Parece una frivolidad que alguien lleve media vida tratando de dar con uno propio, del que no separarse y, muy probablemente, al que no dar difusión alguna, degustándolo con cautela, por si lo malogra un ardor léxico excesivo. La tierra baldía, el más conocido de todos ellos, es eufónico. Más lo es La tierra yerma, acepción lorquiana por antonomasia, representación universal de la dramaturgia de la esterilidad   Lo baldío es lo que todavía no ha sido labrado, lo estéril. La poesía escrita en un lenguaje no vernáculo se pierde en las traducciones, leí una vez. Hay algunas del poema de Eliot que prefieren agostada o desolada a baldía. La edición de Visor, cuidada por Jaime Tello, ofrece el título de La tierra estéril. La confianza en la traducción lo es todo en obras de un simbolismo y una turgencia metafóricas tan acusadas como la que exhibe The waste land. Los poetas de los setenta, maravillados ante ella, la nombran en inglés y así zanjan la decantación hacia un título o hacia otro. Borges, sin embargo, la cita como La tierra asolada. Waste, en inglés, alude a lo perdido, a lo que se ha sacrificado, a cuanto no posee ya su lozanía y se manifiesta irreductiblemente vacío, desencantado, arrasado por el tiempo o por el hombre, desplazando con solemnidad lo vivo.

Toda la obra es un canto mistérico, un brutal desahogo de alguien que ha perdido la fe en la misma vida y se debate entre su amor insobornable a la cultura que ha recibido y el nihilismo con el que constatar su abrumador desencanto hacia el mundo en el que vive. Un mundo (el creado por el hombre) arrasado, cruel, exento de lírica, de la turgencia de lo bello. Todo lo empapa la muerte, que es una presencia inevitable. Se publica en 1922, en plena hambruna, junto con otro momento estelar de la literatura, el Ulises de Joyce, cuando la Gran Guerra todavía tiene en propiedad campos sembrados de muertos y huelen a miedo las ciudades que crecen a su vera. De hecho, el verso que abre el largo poema (“Abril es el mes más cruel”, también “Abril es el más cruel de los meses”, si aceptamos el superlativo original) refleja la presencia de la muerte en la misma floración de la primavera. Todo lo que nace está abocado a morir, dicho de una manera sencilla. Es entenebrecida la luz que irrumpe con algarabía en el aire, aunque no se advierta la presencia de la sombra mientras ella danza y hace que los colores restallen y hasta los olores crepiten en el aire, preludio de que habrá fuego y más tarde ceniza cuando lo que abre abril (permitidme la aliteración) se desvanezca al personarse el gris otoño.

La tierra baldía es un réquiem, un monumento a la despersonalización, al hundimiento del hombre como hombre, al acervo de la cultura que ese hombre ha construido y que ha despreciado. Como construcción poética es un engendro corrosivo y violento, un ajuste de cuentas con el lenguaje y con los mitos que ese lenguaje urdió. La musicalidad de Eliot es paradójica. En su inglés nativo suena celestialmente. Se fundamenta en una métrica más matemática que lírica, si se me permite la osadía. Usa la acumulación, el exceso. Como un palimpsesto deliberadamente inabordable. Debajo de cada capa de significado, hay otra capa. Cuando se cree haber dado con la superficie tan laboriosamente ocultada, en la que podremos por fin encontrar un sentido, el poeta engendra (breed, en inglés, que también es preña o brota o nutre) un nuevo enigma, una pregunta que cancela el advenimiento de cualquier respuesta que se nos haya podido ocurrir. Eliot posee un dominio tan absoluto de lo que quiere decir (me atrevo a decir que sin tener verdadera conciencia) y del modo en que desea que sea dicho que se obliga a incluir notas a los versos. Andreu Jaume, uno de sus traductores, el que he usado últimamente en la edición de Lumen, habla de «pistas falsas». «El mismo Eliot se arrepintió de haber orientado así la lectura. Cuando acepta incluir esas notas está aceptando que el poema no puede entenderse sin ellas. Eso es una revolución brutal, porque nunca se había admitido que un poema no pudiera leerse de forma autónoma». Jaume añade que esa impresión es falsa. El juego de la poesía está abierto.

T. S. Eliot

Todavía hoy no se ha comprendido a Eliot. Tal vez ningún poeta haya sido comprendido, me temo. La poesía no debe ser entendida, sino sentida, podemos zanjar así el asunto. La belleza será convulsa o no será, sentenció Breton, pero también: la poesía será ambigua o no será. El propio Eliot fue un hombre de una ambigüedad notable. Fue un marido infeliz y un hijo con un recado de su pacata madre, poeta también, devota hasta el paroxismo: el de vivir para la escritura, no concediendo ningún tiempo que no revirtiera en ella, de modo que la fama (da igual que fuese tardía) le llegara y su nombre alcanzara el parnaso. El padre fue un progenitor de una severidad marcial que abominaba de la práctica de la sexualidad en aras de una pureza no estrictamente bíblica, sino racional. De esa alegría de familia, surge el niño con afán libresco, que estudia filosofía y se inicia en la poesía con poemas de naturaleza pecaminosa (“Invenciones de la liebre de marzo”), algunos de los cuales se integrarán en su deslumbrante primer poemario: Prufrock y otras observaciones, editado gracias al empeño de su amigo Ezra Pound y limitado a una tirada minúscula, aparte de no granjearse ningún favor de la crítica. Eliot será entonces un poeta afrancesado (ama a Baudelaire) y un entusiasta observador de la ciudad como granero de vida. Eliot se emanciparía de Baudelaire, el gran poeta de lo urbano, el primero tal vez, pero nunca abandonó su soberbio y crudo sentido de lo sórdido. Tampoco su sensibilidad metafórica, de la que el propio Baudelaire recelaba, declarándola perjudicial si se acomete sin el concurso de la imaginación, cito el texto “Eliot en Prufrock”, de Felipe Benítez Reyes. Eliot se sitúa en esa poética de lo contradictorio, a pesar de que las emociones que lo espolean y de las que se surte beben (déjenme usar el verbo como si se tratara de una libación, de un acto de apropiación sutil) de la poesía latina, de la gran poesía romántica inglesa y de la de los llamados poetas malditos (Verlaine, Rimbaud, el mismo Baudelaire), así como de las leyendas artúricas, que en La tierra baldía el propio Eliot apunta como motivo constructor del poema entero.

El ragtime de su St. Louis natal fija una cadencia rítmica en su modo de versificar. Su oído se modula al compás del jazz y de los cantos de plantación fundacionales. Luego abandona el folclor y descubre a los simbolistas franceses. Vive en París, aprende en Harvard filosofía sánscrita, medita convertirse al budismo, se casa en Londres en 1915 con Vivienne Haigh-Wood tras tres meses de amistad, con la que jamás tiene una vida conyugal sana. Eliot no es particularmente entusiasta en asuntos lúbricos. Vivienne le demanda que cumpla con sus deberes de esposo en alguno de sus días cuerdos, los que la medicación convierte en joviales. Thomas prefiere ignorar que su esposa había sido amante de Bertrand Russell poco antes de contraer nupcias. El poeta debió ver en ella la audacia de la que él carecía. Codiciaba una mujer que le concediera la posibilidad de amar a cualquier otra. Era la promesa de una cura emocional, también la certidumbre de que su cercanía podría hacerle superar los traumas de los que nunca se separó y que, de un modo absolutamente consciente, lastimaban el ideal de cierta armonía que anhelaba. Eliot, el inmaduro, iba a reformarse con Vivienne, la (a sus ojos) amoral, libertina y experimentada joven que había hecho temblar su hasta entonces sólida misoginia. No sucedió tal cosa. Su inestabilidad mental le indujo a formular las primeras ideas sobre La tierra baldía. La pura emoción amorosa no existe en el poeta. Se casa para perder su virginidad, confiesa a Pound. Esa experiencia no es gratificante en modo alguno. Declararía que la poesía era una vía catártica para alcanzar cierta asepsia emocional. El poema es un desprendimiento.

La fe lo turbó inextricablemente y acabó participando de la iglesia anglocatólica. Virginia Woolf, sin la cual su poesía no habría visto la luz, escribe a su hermana sobre el poeta Eliot: «He tenido una conversación muy lamentable y molesta con Tom Eliot, al que podemos considerar muerto a partir de ahora. Cree en Dios y la inmortalidad y va a la iglesia». Ella se había preocupado junto con Ezra Pound y Richard Aldington de liberarlo de su trabajo bancario. Se habían propuesto que aquel poeta «inhibido y ligeramente malévolo» prescindiera de sus obligaciones, aunque no dieron con ninguna fórmula que satisficiera a Eliot, que pedía un ingreso económico que le permitiera vivir holgadamente. Al fin y al cabo, Eliot procedía de la aristocracia, era un declarado monárquico, también un latinista, un caballero de modales pulcros, un ser reprimido, un dandy, un revolucionario en su faceta de autor y un conservador en cualquier otra manifestación de la existencia. No fue prolífico. Dejó de escribir poesía tras publicar en 1943 los Cuatro cuartetos. Se le pudo escuchar en conferencias. En todas hizo de crítico competente. Era una especie de faro de luz, una estrella del rock que concita la unánime excitación de la feligresía fascinada por su talento. Uno quiere pensar que ninguna intervención suya ante ningún auditorio alcanzó la felicidad de su poesía en la soledad del lector que la afronta. La mía, anoche, cuando volví al libro que leí en aquellos años y al que, de cuando en cuando, regreso, como quien peregrina. Toda la poesía posterior proviene de la suya, quizá no de un modo consciente, pero la irrupción de La tierra baldía fue una conmoción absoluta. Afiladísima la hoja del hacha que la urdió, sentencia William Carlos Williams.

Portada de ‘The waste land’

Pound, mentor de Eliot, corrector de La tierra baldía, que él llamó “Operación Cesárea”, suprime más de la mitad de los versos originales en un sanatorio mental en Suiza. Es la purga más feliz de la historia de la Literatura. Quedan poco más de cuatrocientos. Ve en el poema algo de una tragedia inconmensurable, un lamento conmovedor, una tesis sobre la vacuidad o sobre la fragmentación del mundo. Todo está en decadencia, parece decirle a su amigo. Tú has encontrado las palabras de esa decadencia. Una vez que lo convenció para que la publicara unitariamente, en las páginas de Criterion, la revista que el propio Eliot fundó y de la que fue editor desde 1922 hasta 1939, cuando se cerró. El autor aducía que era una obra inconexa, sin una temática visible, como un muestrario de pequeños dolores y no como un recio informe acerca de una enfermedad. Era del tiempo, de su hastío, del que Eliot quiso hablarnos, al igual que en los Cuartetos, tal vez de menos compleja frondosidad, pero igualmente marcados por esa perentoria necesidad de dar una memoria a los hombres. El tiempo no perdonará a un pueblo que no la tenga, dejó escrito. La tierra baldía era un gruñido, más que otra cosa, dijo también Eliot en alguna conferencia. La rendición de mitos, leyendas, versos en idiomas ajenos al vernáculo y, sobre todo, la deliberada inclusión de un vasto dominio de la entera literatura universal, con sus citas y con sus trampas eruditas, hacen de la obra un canto al mismo hombre, delirante y ominoso a veces, trágico o jocoso, otras. Alguna vez pidió que sólo se evaluara su obra como un puzle de imágenes rotas, no como una narración de tono y fondo unitario. El lector, más que leer, canta el poema. Es absolutamente deliciosa su musicalidad. Leer a Eliot es declamar su escritura, decirla en voz alta, asumir que es el corazón el que lee, no la cabeza. El festejo de la lectura triunfa sobre el advenimiento del horror que entrevemos en su estructura profunda, que no es desdeñable. Lo hace como la Comedia de Dante, de la que es deudora. Los dos plantean un viaje, un descenso al infierno, una travesía por los meandros del alma humana. Los dos son líricos, son épicos, son de una maravillosa complejidad, bullendo, en un rag shakesperiano o en el azufre de los laúdes de Petrarca. El poeta se rinde al lenguaje, no se apropia de él. Son las palabras las que hacen los quiebros en la trama, las que dan la profundidad para que un verso luzca con mayor esplendor. La Comedia, ese fresco de lo cristiano, es la matriz primera de este otro fresco de lo humano. Al final el puente de Londres no acabará cayendo. Alguien se ha vuelto loco. El poeta delira, declama, se desquicia, se debate entre la fiebre y el vértigo, se sabe a salvo del caos. Quizá porque todo el caos ha sido recogido en su palabra. Pound, al saber de su muerte, dijo: «Léanlo. Es la genuina voz dantesca de nuestro tiempo». La dedicatoria del poema, enigmática, música para los amantes de la poesía de Eliot, la toma de Dante: “Para Ezra Pound, il miglior fabbro”. He ahí la idea de herrero, de artesano, de bruñidor, de orfebre delegado. Debemos agradecer que se dejara pulir, que permitiera al dueño del caos (Pound no era un ejemplar de cordura fiable, pero era un excelente lector y tenía un sentido finísimo para pulir lo ajeno) inmiscuirse en su criatura. Tuvimos la experiencia, pero perdimos el significado, escribió Eliot. La poesía es, ante todo, deslumbramiento, hechizo, música. Aquí hay un prodigio de todos esos dones de la belleza.

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