3.4.24

Un amor supremo

 


Dios me habla en bebop, me habla en cuartetos, me habla en serventesios, me habla en privada métrica. 

A veces susurra, a veces ni está. 

Es de hacerse buscar y no dar facilidades, de arrimarse imperceptiblemente o de no permitir que le intime. 

Hay quien lo ha visto el tiempo suficiente como para no tener en adelante necesidad de buscarlo porque se le ha impregnado y está en sus huesos o en las palabras que antojadizamente pronuncia cuando se produce la conversación más trivial.

Poseo la sensibilidad pertinente para apreciar esos recados divinos. Los percibo con absoluta nitidez incluso sin que preste atención. Creo que soy una parte suya y Él una mía. Es un arrullo liviano o un trueno o una montaña.

Hay días en los que no entiendo todo lo que Dios me dice, son los días de receso, los de lo gris, días en los que poco me conforta y casi nada me parece relevante y sin embargo, a pesar de esas adversidades, noto que Dios está a mi vera o yo con absoluta confianza en la suya, tutelando mi ingreso en el sueño, conduciendo mi yo zaherido hacia la dulce armonía del cosmos. 

Tengo un yo zaherido, debo recalcar eso. Quién no lo tiene. El yo se consolida conforme medra en amaneceres y en festines, en tristezas y en incertidumbres. Un yo sin zaherir ni es yo siquiera. Se asemeja a la estructura orgánica de un yo, pero podría confundirse con una emanación estentórea de cualquier entidad ficticia. 

El cosmos es un libro. 

El cosmos es el libro de Dios y todos somos lectores y todos escribimos en ese libro absoluto. 

La literatura del cosmos es la palabra de Dios, la palabra de Dios es la literatura del cosmos. 

Anoche vi a Dios en una loncha de jamón de york que mi hija estaba colocando sobre la rebanada de pan de molde sin corteza. 

Era un Dios sin mayúscula, un dios caprichoso, un dios rudimentario, de escaso apresto filosófico.

Dios contra la soledad o contra la desesperanza. Un dios sin Kant ni conferencia episcopal. 

Un dios izado a capricho después de pensarlo durante años, de amasarlo como la harina del éter. Pensado entonces Dios con arrobo sintáctico y luego desmenuzado, hecho grumo de palabra, barro con el que pronunciar la luz. 

Sentir una presión en el pecho y una punzada en el costado. 

Era el dios de las pequeñas y de las grandes ocasiones, el del sol en la almohada nada más clarear el día. 

El dios del bourbon con tres cubitos de hielo y el dios del solo que Miles Davis usa para abrir So what. 

Se mueve uno con comodidad entre las grandes palabras. 

Me sería imposible numerar los dioses a los que venero. 

Son cien, son mil, son todos los que se avienen a contemplar a esta criatura que soy. 

Hay noches que me zambullo en Coltrane y pierdo la entera noción de las cosas. 

Creo en Dios y en Coltrane porque creo en la armonía secreta de la sangre. 

Coltrane es un prodigio divino. 

Un crear contra un creer y más tarde las dos instancias verbales conjugadas con magisterio por mi boca.  Un creer que es en sí misma creación. 

Un mirar arriba, ensimismado, contra un mirar abajo, perplejo. 

La incertidumbre absoluta. El canto del aire cuando se reconoce en el vuelo de un pájaro huidizo o el del agua al medrar en su cauce sin fatiga.

El fuego divino ardiendo alma adentro. 

La ceremonia universal de la genuflexión ante lo que uno no conoce y ante lo que se hace pequeño. 

En realidad, oh amigos míos, oh compañeros de travesía, uno cree en Dios o en dios o en d-i-o-s a medida que empequeñece. 

Que yo pese ciento seis kilos y mida metro ochenta y cinco no importa. Lo que verdaderamente importa es la sensación de fragilidad o de irrelevancia. De punto elemental en el universo. De nanosustancia. De una imagen en un sueño dentro de un sueño. Ni eso. 

Somos Coltrane soplando en un club de Harlem, somos el hombre de pronto convertido en un obrero del más allá, en un operario diminuto que labra su porvenir a sabiendas de que le rezarán unos cuantos de los suyos muy a pesar de advertirles de que no le recen.  

Lo malo de morirse uno es que luego no puede comprobar si se cumplen o no los párrafos del testamento.

Se muere uno y se encuentra con Coltrane en un vórtice especular de masa deconstruida. 

Hola, John, cómo estás, debiste sufrir mucho, pero ahora todo es una plenitud dulcísima.

O se encuentra con Coltrane en un fragmento de realidad invertida en un universo paralelo. 

No tengo ninguna duda de la existencia de universos paralelos. 

En un universo paralelo no se cree en Dios ni en el diablo ni en el hombre Coltrane soplando en un garito de Chicago My favourite things. 

No se cree en la iglesia ni en la salvación de las almas. Se cree en una cimitarra de hierro, en un viejo reloj que perteneció a un héroe invisible.  

Hay universos alternativos en los que el ser humano es más humano que en éste. 

No existen primas de riesgo ni strippers ni niños pijos saqueando el fondo de inversión del padre mientras se derrumba Occidente. 

Es que no existe occidente. 

El dios en el que creo es un experiencia sensible intransferible. 

Así debería ser el dios en el que crean todos los que creen únicamente en uno. 

Si uno callara lo que piensa acerca del dios en el que cree no habría guerras ni se levantarían templos para contar a los demás que se comparten creencias y que todos han sido diseminados con la misma pura semilla. 

La semilla no me alcanzó. La vi cerca, la observé con cuidado, la miré con la idea de que podría decirme algo que me enriqueciera, pero pasó de largo y no hice absolutamente nada por pillarla. Adiós, semilla. 

Hola, Wilder. Hola, Coltrane. 

Can you see me crawling?

El caso es tener a alguien a mano cuando llegan esos momentos de flaqueza y uno precisa un sostén.

El Dios que amo hizo a Juan Sebastián Bach y a mi madre.

Hizo las piedras y la luna.

Dios me habla en sueño, en la luz cuando la sombra la corteja, en un verso de un poema que escribí esta mañana. 

El dios en el que creo es el Dios de los templos que tienen seis siglos. Diez siglos. Hay miles. Veo uno ahora. 

Creo con el mismo énfasis con el que los demás lo hacen. Igual hasta por las mismas circunstancias. 

De pequeño rezaba a Dios cuando intentaba conciliar el sueño. Probaba frases. Hacía (en esa intimidad en la que uno piensa casi en voz alta y hace un balance de cómo ha ido el día o de cómo va la vida) de escritor en ciernes. 

Todos los niños son, en el fondo, teólogos amateurs. 

Dicen cosas que luego, en la edad adulta, les produciría rubor. 

Ay, si fuese sólo rubor. 

El niño es un ser puro al que la pureza le llama con insistencia. 

Por eso el preceptor religioso le inculca el catecismo fundacional. 

La idea de un Dios y la idea de un coro arcangélico de devotos que están en el cielo, a salvo de las inclemencias del dow-jones y de la cirrosis hepática. 

La idea de un Dios que me dicta ahora las palabras que escribo. El que sabe el día en que mi corazón no querrá saber nada de mi sangre.

Sobre dios (o sobre Dios o sobre d-i-o-s) se han escrito más páginas que sobre ningún otro personaje histórico. 

La línea más pequeña y la más irrelevante habla de Dios aunque su autor, el más estulto entre los autores, el más zopenco y el de menos talento, no lo sepa. 

Dios está en la barra de los bares, 

en la cubierta del Potémkin, 

en la barba de Walt Whitman, 

en el sonido que mi iPhone proyecta cuando en el whatsapp escribe mi amigo K. 

Dios está en el fulgor de un flor a la que liba la abeja infinita . 

Está en las tripas de la máquina, en el corazón de la bestia, en el circuito más inteligente de mi teléfono inteligente. 

Dios en banda ancha, Dios en un cuadro con un caballo perdido en la tormenta de la salita en la que escribo. La acabamos de pintar. Está reluciente. Huele todavía a limpio, a desinfectante, a amoniaco y a lejía. 

Dios está en la lejía y en los átomos de la leche. 

Dios en el Jack Daniel's y en el solo de Chet Baker en Amsterdam poco antes de que le partieran la boca unos traficantes. 

Dios es un no-argumento. 

Es un atentado contra todas las potencias cartesianas.

Se cree sin cortarlo; al formularlo, se desvanece. Dios es de recia argamasa catedralicia. 

Siempre pensé en los constructores de catedrales. Entré en la catedral de Lugo en 2011 y me sentí empequeñecido. 

La catedral me hizo pensar en Dios como nunca antes había pensado. Estuve días pensando en lo que había sentido. Hay quien, con menos, se hace feligrés. Quizá salí antes de que la perturbación me aniquilase del todo. Con eso contaban los constructores.  Con el efecto empequeñecedor.  Con la certeza de que el que entraba en ese templo perdía, por el hecho de entrar, poder sobre sí mismo. 

Era un acto bélico, una batalla ganada nada más poner el pie en la piedra y contemplar la construcción. 

Soy un fan de las catedrales del mundo: las visitaría todas. 

He visto muchas, quiero ver más, soy el que entra en ellas y sale herido, vulnerado. Iría de una en una, tomando notas, haciendo fotos, escribiendo las pinceladas iniciales. Descubriendo el aire en el aire. Perdido en la secreta armonía del cosmos. Buscando a Dios en la palma de mi mano. 

Contando al mundo cómo fui bendecido por la gracia. 

Tengo un dolor en el pecho a cada palabra que no digo. 

Cada bocanada de silencio aviva más silencio. Se me abre cartesianamente el alma. 

La tengo abierta y la ven todos y la discuten en las plazas. 

El alma visible. 

El peso del mundo es amor. 

La luz es un vértigo. 

El vértigo es luz que piensa en sí misma. 

Dios me asiste y me conforta. 

Creo. 

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