Está desprestigiado obedecer. Se constata ese desafecto por acatar lo que se nos conmina a hacer. Pareciera que el hecho de cumplir con la observancia de lo que se nos inste a cumplir no va con estos tiempos de moral montaraz y desacato de las convenciones sociales. Lo moderno es preferir no hacerlo, como el viejo amigo Bartleby, no darse por aludido, escurrir el bulto. Lo que de verdad nos da la fama que cada cual antojadizamente anhele es contravenir lo pedido, conculcar cualquier consideración en la que se pueda apreciar debilidad, servidumbre, doblegamiento. Cunde la idea de que no respetar los estatutos de la convivencia es de gente con fuerte personalidad, hecha a la liza contra el mundo, gente a imitar, modelos fiables de conducta, adalides de la revolución. No prospera la mesura, ni se la estima. El comedimiento es de antiguos o de débiles. Lo sensato es no hacer reverencia a nadie, ni exhibir cortesía o sumisión. Ni siquiera respeto. La prudencia es un vestigio de una época que hemos superado. Ahora se impone la incontinencia en los gestos, en las réplicas. Somos insolentes porque hay que cambiar el mundo. Así parecen razonar los desobedientes. Hay mecanismos sociales que integran la obediencia en la rutina de nuestros actos. Es en la infancia en donde ese automatismo obra su más eficaz desempeño. Cuando pequeños, en ese ir aprendiendo sin conciencia, las reglas del juego no se discuten: importa el juego en sí, su desempeño, no la normativa que hace posible su restitución. En el colegio los alumnos malos son también los dóciles en exceso. No porque su rendimiento académico sea insuficiente ni porque su progreso afectivo o social sea inadecuado, sino porque la docilidad no reflexiona, acepta cualquier requerimiento ciegamente, no alienta la creación de un pensamiento saludable, que suscite el diálogo y termine por reconocer la idoneidad de lo que quiera que se le haya impelido a hacer.
Siempre pensé que es la voluntad la verdadera y más trascendente maquinaria para que la civilización progrese y adquiera los logros de los que nos servimos para vivir mejor. El que se alza contra lo que se le exige es a veces indistinguible de quien a todo accede. Alguien determinado a ejecutar un propósito urdido por otros, por atroz o por hermoso que sea, es una máquina ciega que no se detiene hasta que el encargo encomendado ha sido cumplido. De gente ciega que se ha conjurado a sancionar o a arruinar el afán ajeno, el que no casa con el suyo, está por desgracia el mundo lleno. También esa gente ciega sabe obedecer con la misma e infeliz lealtad. Hay quien se conchaba con el demonio para que su voluntad triunfe. La literatura está poblada de almas rebeldes, vendidas al postor más perverso con tal de alcanzar su meta. Luego están las almas cándidas, de menor complejidad moral o incluso altas y nobles, aunque insobornables, hechas a conformarse con poco y, sobre todo, a no discutir más de lo necesario y dejar el mundo correr. Lo hermoso es lo sencillo a veces. Qué placer el de respetar al prójimo cuando lo que nos pide es razonable y de bien común. Hasta podría encontrarse regocijo en la realización de ese trabajo. Somos libres hasta que nuestra libertad lastima la del otro. Tal vez el único modo de hacer de este mundo uno mejor sea devolverle a la obediencia su predicamento. No hay registros fiables de que alguna vez haya sido considerada apreciativamente. Hasta entra en lo razonable que desoírla cuente y contribuya a que se haga algo bueno en el oficio de entendernos. Las revoluciones prosperan desde la desavenencia. Ninguna sociedad madura sin desdecirse, sin amonestar su costumbre, sin desobedecer. Tendríamos que respetar el bagaje del pasado y confiar en el advenimiento febril del futuro, que ya él se encargará de ponernos en nuestro sitio, pues nada sabemos de sus planes ni ninguno de los nuestros rivaliza con los muy oscuros suyos. La voluntad precisa de la inteligencia para que obedecer sea un acto útil y no lo anime la inercia ni la ceguera. La inteligencia puede plegarse a una intendencia ajena que la espolee, adiestre y finalmente use. Es hermoso ver a quienes se entienden tras haberse entregado con honesta entrega al hermoso también ejercicio de la dialéctica.
Del Cantar de mío Cid queda en la memoria popular lo que Rodrigo Díaz de Vivar dijo a su rey Sancho: «¡Dios, qué buen vasallo, si hubiera buen señor!». No habiendo épica moderna ni asomo de que acuda en la poética actual, continúa asombrándonos la vigencia de los clásicos. Tampoco hay con qué reemplazar a todos esos héroes de antaño. Ninguno contemporáneo rivaliza con todos los acogidos por la ancestral memoria de nuestra especie. Esa memoria se funda sobre una desobediencia, la de Adán al declarar su rebeldía y morder la manzana fundacional que se le había prohibido. El “pecado original» hizo humanos a aquellos dos seres etéreos, todavía sin formar, prehumanos, si se desea, arrojados al mundo como una extensión de la divinidad. Amaron al desprenderse de su condición fantasmal. Fueron definitivamente humanos cuando abrazaron la disidencia, cuando vieron en ella un modo de verse a sí mismos. El Jardín del Edén fue la primera casa del hombre, y cada uno hace en la suya lo que le viene en gana. El mito hebreo tiene su eco en el griego de Prometeo, que se indisciplinó al preferir estar encadenado a una roca antes que ser el siervo obediente de los dioses. La insubordinación, en términos meramente de supervivencia, es una virtud. Nos emancipamos para probarnos fuera de la tutela de nuestros próceres. Salimos a la calle sin mano que nos conduzca a sabiendas de que podremos descarriarnos o ser lastimados, pero no nos arredra esa orfandad y pisamos las calles con arrojo. Las heridas constatan la bravura. Cuantas más se exhiban, mayor habrá sido nuestra valentía, más digna nuestra derrota. Toda la vida es una diáspora desde que abandonamos el útero. Morir es el acto de obediencia más ciega. Tiene también la obediencia su consideración religiosa. Creer es obedecer. Se acata la voluntad divina, se celebra la lealtad a unas convicciones íntimas e irrenunciables. Se da a la fe el sostenimiento de un modo de vida. A decir de quienes la fomentan, es la devoción primera y sobre la que se edifican las demás. Sin su comparecencia, la entera maquinaria de la religión se vendría estruendosamente abajo. En el momento en que se deshace su influjo, cuando se encuentran razones para la indisciplina, toda ella queda en artificio, en catálogo de metáforas, en embeleco.
El problema de este mundo es que no sabemos cuándo obedecer o cuándo declararnos en rebeldía, si es de ciegos la servidumbre y hermosa la libertad cuando los ojos se abren y la sangre fluye con conciencia de su oficio. Rousseau decía del hombre que habría que obligarlo a ser libre. Se obedece por amor o por miedo, por pereza o por necedad. Si se decide acatar por cualquiera de esas circunstancias morales o por las que el lector improvisadamente discurra es también por mera creencia en la utilidad personal y social del sencillo hecho de cumplir lo que se nos pide. Es más fácil decir “sí” que “no”. Negar es urdir un plan de escape, un discurso que justifique la impugnación. No es dócil ni pánfilo el que acata. Consiente para que su razón prospere. Dice que sí con argumentos de valía similar a los invitados a defender el “no”. Lo hace porque no se le ocurre ninguna razón que aplace o cancele esa condescendencia que se ejecuta con gusto y hasta esmero. Es digno asentir. Lo anómalo es la disensión. De cundir, sería la entera civilización la que se vendría irremediablemente abajo. Si las revoluciones hacen que la Historia progrese, la obediencia (con su argamasa limpia, con su voluntad de consenso) permite que el hombre que la protagoniza adquiera una identidad, un lugar en el mundo. Los porqués de los obedientes no son menos elocuentes que los de los insubordinados. La obediencia y la desobediencia, cuando son ciegas, al no admitir ni una brizna de juicio ni de sensata reflexión, quedan en veneno, en ceniza, en todo lo que aleja la luz e invita a que prosperen el miedo o la anarquía. Es hermosa la obediencia cuando es inteligente, cuando parte de la responsabilidad, fomenta el pensamiento crítico, admite el estatuto de la autoridad y fomenta el criterio propio. Qué felicidad entonces al saberse parte de un todo coherente, pieza de fuste en una trama en la que quien manda y quien obedece son, en el fondo, el mismo actor.
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