No sabe uno nunca cómo lo miran los demás, cree tener una idea aproximada, maneja cierta información más o menos fiable, pero no hay forma de salir afuera y contemplarse desde esa distancia clarificadora. Se vive en esa soledad imprecisa. De pronto reparo en la inconsistencia de lo que uno toma por cierto. Lo bueno (quizá) es no estar a salvo, no aliviarnos con la idea de que tenemos un refugio en el que cobijarnos. Se vive mejor en la intemperie. Hay más con lo que divertirnos en la incertidumbre. Hoy mismo pensé en lo fabuloso que es saber tan poco como sé. Lo que he ido atesorando (la cultura es un objeto valioso en estos tiempos de zozobra y precariedad) solo me sirve para hacer que los días sean más divertidos. Saber hace reír. Tal vez sea ese su propósito más noble. Somos insaciables en ese asunto.
Se me levanta el corazón al pensar en todos los libros que no he leído. Se queda ahí, enhiesto y febril, con toda la maravillosa virilidad de la sangre, desafiante, un poco chulo. El corazón es una criatura que delinque a su antojo. Comete a diario los delitos que la cabeza no consiente. Por eso no hay que pensar en demasía. No tener una idea certera de las cosas grandes o de las pequeñas. Sobre todo, de lo que rehuyo es de la trascendencia, pero se está bien dentro de esa casa llena de espíritus. Yo, al menos yo, la disfruto a poco que me invitan a visitarla. Me doy un garbeo por las nubes, flipo con la metafísica, me arrebata la belleza inmarcesible de las grandes palabras. Luego las declino, busco con qué otras reemplazarlas y acabo admitiendo la posibilidad de organizar mi vida en base a ellas.
Le tengo un especial afecto a la literatura de la fe, a cierta conversión de mi espíritu pagano y descreído en uno de férrea disposición teológica. De las cosas evangélicas me atrae la fastuosa inverosimilitud con la que se forjan. Poseen el mismo rango narrativo, se sostienen por el fulgor de la ficción, son la rama más distinguida de la literatura popular. De su cuerpo de metáforas y de épica sobrenatural, aprecio la fastuosa rendición de sus imágenes, su angustia feliz de castigos ejemplares, su fuego bastardo, su catedral de humo.
Deseo lo que algunos de mis alumnos: historias. Es en la historia, en su relato moroso o acelerado, en su cuerpo engañoso y frágil y voluble, en donde está la sustancia de la vida. Fuera de las historias, no hay nada. No se conforman esos alumnos con aprender, hasta cuestionan que el aprendizaje carezca del apasionamiento que les dan los cuentos. Prefieren que aliñes la instrucción con narraciones extraordinarias. Somos lo que escuchamos. Incluso somos lo que no escuchamos, y sabemos que nos aguarda.
De todo lo visible y lo invisible, me quedo con todo lo que me haga ser feliz, acuda de donde acuda, sea lo que sea. No soy particularmente delicado en la forma en que me alimento. Aprecio las viandas exquisitas, paladeo los sabores más delicados, me deshago en alegrías cuando advierto que tengo a mano el placer y que no hay forma de que se desvanezca, pero aprecio el arrullo de una historia bien contada. Nada que no sienta otro con idéntica o mayor enjundia que yo, nada a lo que no sepa renunciar cuando las cosas vengan en contra. Vendrán. Hay quien se obstina en arruinarte toda esta bendita fiesta de los sentidos. Quien, al menor descuido que ofrezcamos, nos convida al miedo.
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