16.4.24

Una educación de la mirada

 La derrota es siempre más hermosa

De poco prestigio lingüístico, le tengo yo al anacoluto un aprecio que no dispenso a otras figuras retóricas, todas tan encomendadas a añadir un énfasis, a dar una intención al mensaje. He pensado alguna vez que se comete esa infracción a la norma sintáctica por el entusiasmo en la elocución del lenguaje, por el deseo de decir o por el de que apremie que se nos escuche. Por fortuna o por desgracia, depende de en qué momento irrumpan y si cuentan o se desvanecen, son muchas las ideas que ocupan la cabeza y unas pugnan por anteponerse a otras de modo que el conjunto se tambalea, da señales de colapsarse, se le ve el padecimiento y sufre una especie de precipitación semántica o una conmoción diríase que casi moral que, a la larga, desbarata una construcción correcta. El hecho de que el anacoluto aparezca en el discurso y cunda con brusquedad la incoherencia es el indicativo más sólido de que se está disfrutando lo que se está diciendo. La algarabía sintáctica (ese tropel festivo, ese festín de caminos) invita a que participen intervinientes inesperados. Qué felicidad entonces la de rescindir la observancia de todas esas reglas, la de no convenir en el acatamiento del consenso y, más que con las palabras, jugar con el modo en que engarzan, arruinando toda esa coreografía pulcra que, la mayoría de las veces, no debería contravenirse pero que, de cuando en cuando, no al empeño de quien la solicita, pareciera que fuesen las mismas palabras las que solicitan que se las libere y campen con más roto empeño. En su derrota podría estar la semilla de cualquier victoria ulterior.

El cortejo de las palabras

Sabemos que la lengua crece al desdecirse, al poner en liza sus herramientas y permitir que se las zahiera y, en última instancia, sucumban y nazcan otras. Imagino a las palabras hastiadas de su señalada residencia, locas por intimar con algunas con las que jamás tuvieron comercio carnal. Porque las palabras son cuerpos y hasta maliciosamente se codician. Se las vería en festiva coyunda y gozo limpio y alegre al bregar sin brida en el zafarrancho nuevo. A las palabras se les tiene el respeto que no demandan. Son de dejarse cortejar las palabras. Como flor que anhela que se la libe. Como agua que medra en el abrazo horizontal del cauce. Habrá un territorio inédito, no frecuentado ni mucho menos deseado. Fascinará (es la primera vez que cuento con ese maravilloso verbo) la melodía novicia, su arrullo virginal. Seducirá el apresto loco de las construcciones urdidas. Era del año la estación florida, verso que inicia la “Soledad” primera de Luis de Góngora, es música para quien ama la danza del verbo y, sin temblor en la afirmación, es también una belleza de anacoluto, si se me permite. Salida de guion: Quevedo le diría a Góngora que era un anacoluto. O tal vez fuese al revés. Imagino al capitán Archibaldo Haddock, al que tengo por fiable constructor de asombros, profiriéndolo fieramente como insulto: «Anacoluto, jugo de regaliz, logaritmo neperiano». Gloria para los oídos sensibles. Cierre del excurso.

Una máquina infinita

A decir de los exégetas de la cosa, el anacoluto es un error de sintaxis, una inconsecuencia que aplaza o cancela el entendimiento, pero quién desea entenderse a tiempo completo, me pregunto, a quién no le agrada salirse de madre, eso se dice, tomar el camino no recomendado, incurrir en una falta y hasta envanecerse en ella. Hay una inclinación natural a que todos los elementos de un todo contribuyan a que se fije su significado, de modo que la sustracción de uno de ellos afecte a los demás y, en consecuencia, al mensaje completo que se desea transmitir, pero es el elemento discordante el que reclama toda la atención. También el que se postula como único elemento de fundamento a veces. La no vinculación de alguna de esos trozos a los demás malograría el conjunto. Si digo: «La mujer que me saludó en la calle, su aspecto era ridículo», obligo al que escucha a que complete los huecos libres, toda esa información birlada, arrebatada a la lógica. Los cabos sueltos de pronto adquieren la fuerza de los amarrados. Lo vago cobra la pujanza de lo firme. El lenguaje es en sí mismo un enorme anacoluto que de continuo se obliga a corregirse, un abnegado perpetuum mobile, aquella maravillosa máquina que hipotéticamente podría funcionar sin descanso ni combustible que la anime eternamente. Menos dañada, la literatura maniobra en la trinchera, se precave ante el advenimiento de cualquier fractura que la hiera, concita la observancia de un protocolo más severo, poco inclinado a que se permitan esas inconsistencias gruesas que afean el producto.

Ilustración de Eugenio Rivera

El error como una de las más bellas artes

Te puedes equivocar hablando, pero no lo hagas escribiendo, creo recordar a un viejo profesor del instituto. La inmadurez estilística quizá se deba entender como urgencia en la rendición de lo oral, que desobedece las prescripciones y campa con mayor entereza al desatenderlas, buscando caprichosamente la restitución del mensaje, no su pulido o fiable ornato. Rigen parámetros distintos en lo oral y en lo escrito, pero ambos modos de expresión se construyen con la misma argamasa. Con todo, dando por buenos esos desvelos, la literatura progresa desde el error, que es una manifestación creativa de primer orden. El surrealismo es la formulación de las tentativas suicidas, la cabeza de un cuerpo al que urge desdecirse como cuerpo y que ansía expresarse como espíritu. Entonces irrumpirá el extrañamiento, se emborronará el recto proceder y todas las palabras solicitarán festejar la noticia del aire e izar juguetonamente el vuelo. Quien acude al anacoluto en su discurso oral busca, sin que tenga noticia, más que otra cosa, imponer al mensaje una subjetividad práctica, predisponer al interlocutor a que se sustancie su persona, a que se le otorgue una atención o a que ese error (que no tiene que darse adrede) sea apreciado y contribuya a una lingüística plena. Es la sublimación del error, la legitimidad de lo marrado.

Imágenes sin acabar

Hay también fracturas en lo observado. Un anacoluto visual es la representación de una imagen que no es real o que es imposible que la realidad produzca. Alterar la presentación de los objetos para que desafíen la restitución cartesiana de lo sensible ambiciona que el observador no sepa cómo mirarla y, en esa perplejidad, dé con significados que la rutina visual (ver sin extrañarse de lo visto) no siempre entrega. Está la imagen desquiciada, se percibe su anhelo de probarse y confinar el cuerpo antiguo. La falta de una coherencia plástica da un realce a lo que se omite. Si calzamos al sustantivo tomate el adjetivo épico aseguramos un cuento infantil para adultos o un cuento adulto para niños. Un tomate épico es un hallazgo que rivaliza con las manos precursoras que el ciego Borges rubricó en un inmortal verso. Unas zapatillas de deporte de marca no casan con un vestir elegante, pero he ahí el desacato resaltado, ese punctum que exige reformular la semiótica de la moda. En el discurso de la fotografía, Barthes otorga al punctum la cualidad del pinchazo, la de sentirse irremediablemente punzado por algo sobre lo que no se asienta el objeto contemplado pero que lo reemplaza y en el que fijamos nuestra entera atención. Miramos las zapatillas y no el resto de la indumentaria. Habrá quien no repare en ellas y privilegie esa atención a una corbata inverosímil o a un color de camisa que irrite la armonía cromática del conjunto. El anacoluto aparece antojadizamente y posee la facultad de hacernos despreciar su periferia, esto es, el texto al que se le ha intentado dar un acabado pulcro, avenido al canon. Cualquier disciplina tendrá sus anacolutos. Pienso en edificios, en canciones, en platos de alta cocina, en deportes de élite. Uno mismo será un anacoluto grande y ajeno al roto que lo merma y, al tiempo, lo ennoblece, lo hace distinto, lo hace vivo.

El sueño de Coleridge

La fascinación nos hace no saber apartar la mirada del objeto al que hemos prestado atención. Está la mirada comprometida con lo que mira, no hay con qué apartarla. Incluso persiste lo mirado una vez que se han cerrado los ojos o el objeto no se nos muestra. También el lenguaje efectúa esa captura milagrosa y su eco perdura una vez que las palabras han sido canjeadas por otras o su esplendor ha flaqueado. Es mayor esa especie de encantamiento o de embeleso a medida que la imagen o que las palabras progresan y parecen no haber cumplido su cometido semiótico. Segunda salida de guion: a Coleridge, en un sueño inducido por el opio, le fue revelado un poema que no logró transcribir íntegramente al despertar. Una visita inesperada interrumpió la restitución de los versos. Lo cita Borges en “El sueño de Coleridge”, un texto de Otras inquisiciones. Deslumbrado, agradecido, también apenado, el poeta inglés recoge esos versos salvados, los impone a la realidad, como le agradaría expresar al poeta argentino. Los trescientos que irrumpieron en el sueño quedaron lamentablemente mermados, pero eso no le arredró, y el poema, un fragmento en realidad, fue publicado. Lo maravilloso de la experiencia onírica de Coleridge es la entrega de una obra no acabada, la rotunda aceptación de que la parte ausente no afectaría a la transcrita. Debió fascinarle el misterio puro, que es indistinguible de la razón pura. Lo arrebatado flota en lo transferido. Borges dice que el poema de Coleridge no ha acabado todavía. Esa conjetura inverosímil es, en esencia, el trasunto verdadero de toda literatura. Fin del excurso. El anacoluto es de naturaleza mística en este caso. La interrupción de un milagro no lo cancela. La fe es un artefacto ajeno al tráfago del tiempo. Ni las palabras la salvan o la condenan. Será un poema invisible, un vertido mistérico al que no se le puede buscar un roto. Es posible que cualquier manifestación literaria provenga de una iluminación súbitamente cercenada: se consignan las partes que el fuego del olvido no devastó, se escribe en la idea de que todo quedará vertido en el texto, pero hay un texto elidido, uno que no ha prosperado y será perdido irremediablemente, a no ser que el lector dé con los fragmentos y los recomponga. La responsabilidad del texto, incluso sus omisiones o sus inconsistencias, no es únicamente atribuible a quien lo crea sino también a aquel a quien se destina. Leer es un ejercicio de escritura diferida. Al leer, escribo. Se puede decir a la reversa. Que se cometan incorrecciones en ambas disciplinas no debería causar mayor asombro. Leemos mal lo que ha sido inmejorablemente escrito y escribimos mal lo que alguien va a leer con posterioridad con convencida conciencia. Lees y el texto que lees es tuyo. Este que principia aquí su fin no me pertenece. Seguirá leyéndose y escribiéndose y su imperfección no cancelará su vuelo. Digo yo que es volar lo que cualquiera anhela. La cacofonía está servida para confirmar la incontinencia. Les pido que me disculpen.

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