“La emoción más antigua y más fuerte de la humanidad es el miedo, y el miedo más antiguo y más fuerte es el miedo a lo desconocido”
El horror sobrenatural, H.P. Lovecraft
Joyce hace preguntar al joven Stephen Dedalus de su Ulises qué es un fantasma. La bibliografía abunda en definiciones, pero ninguna del gusto de uno de ellos. El fantasma codicia que se le tema, confía en que esa autoridad tenebrosa debilite a los vivos, los deje a su merced. Sin embargo, se nos cuenta con oscuro interés que únicamente un fantasma puede ver a otro. No sé si ese vagar sin consuelo es meramente alegórico, ofreciendo una imagen de lo que no posee imagen alguna. Suspendidos en el tiempo, entre lo tangible y lo etéreo, los fantasmas aplauden la máxima de los cuentos que se nos enseña en la escuela, la del inicio, nudo y desenlace. Ellos perviven en un nudo continuo, anhelando a su modo un finiquito que concilie el descanso y los aparte de las moradas de las tinieblas. Los fantasmas no están en este tiempo ni en ninguno al que el hombre haya dado carta consistente: planean abolir el tiempo mismo, urdir una realidad alternativa a la cancelada. No sabiendo con certeza que existan, salvo que se descrea de todo y hasta pongamos en duda que hay una vida después de esta vida, se les trata a veces con mofa, se les viste con esa monótona sábana blanca o acarreando severas cadenas en los pies. Curiosamente, no se les da predicamento en los textos ecuménicos. Al no haber purgatorio, los protestantes también los ignoran. Todo vendrá a ser una conveniencia didáctica que unos y otros urdirían para asentar en el imaginario popular la idea de un refectorio donde las almas se acopian de merecimientos para merecer las estancias supremas de la divinidad. En la Antigua Roma los navegantes, temerosos de que la muerte les sobreviniera en alta mar, llevaban un pendiente de oro como pago diferido a quien recogiera sus cuerpos tras un naufragio y así tener las honras fúnebres precisas. La moneda en la boca del muerto que canta la épica grecolatina tenía la misma función. Caronte, el barquero del Aqueronte, el río del dolor, en su etimología, el de los muertos y el de los espíritus, el que linda con el infierno y cruzan el propio Virgilio y Dante en la Divina Comedia, es el cobrador del frac de la mitología: si pagas, te dejo en paz. La función de estos ritos es dar un lugar correcto a los muertos. Se teme a los que se invocan, por contrariar la paz a la que hayan llegado; más benévolos, así se infiere de la literatura, son los que de Quizá los fantasmas de la modernidad sean los que no saldaron alguna deuda que contrajeron y no pudieron sobornar a ningún diosecillo intermedio para que los manumitiera de la condena. Son las almas en pena, las ánimas errantes. Algunos de los mejores cuentos que he leído las contienen. No tienen que ser necesariamente románticos, perturbadores, precursores de la literatura gótica y la de terror. Pedro Páramo, la espléndida novela de Juan Rulfo, contiene el rumor de todos los muertos de Comala. No hay nadie en la historia del que tengamos la certeza de que no sea un fantasma. No son benévolos, ni buscan el reposo eterno o la cristiana sepultura que los redimiría: nada anhelan, salvo perseverar en su fantasmagoría. Anoche volví a leer el cuento de Navidad de Dickens, tan didáctico, tan entrañable. Sus fantasmas son familiares ya. Como al pobre Scrooge, me visitan y me dan un paseo por la vida. La literatura hace más soportable que no haya respuesta a la pregunta que formula Stephen. Al fantasma le incumben los sueños, que son la representación de toda su vigilia insoportable. A los vivos, tan ocupados en el oficio de no abandonar nuestro hilo del tiempo, a veces nos da por verlos como una parodia de la muerte, tomada jocosamente, convertida en chanza o en cuento de adolescentes; otras, más grave el gesto, con mayor respeto su atención, los miramos (es un decir) con pavor ancestral, con infinito asombro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario