8.7.21

Dietario 148

 Hay mentiras de una pulcritud que fascina. De ellas se guarda la parte en la que nos entretienen, sin entrar en considerar si harán daño, reparar el destrozo que a la larga producen en quien la escucha. Para el que las construye y gobierna su expansión el asunto tiene otro matiz que no siempre está bien entendido ni (más tarde) juzgado. Se miente por tantos motivos que no creo conocer uno que los mancomune a todos y los justifique. Mentir es menoscabar la bondad de la verdad o derrotarla sin ambages  Se hace entonces de ella un búnker y se avitualla de herramientas con las que protegerse de la realidad. Una paradoja o un desquicio lo de contar lo real como enemigo. He escuchado mentiras que me han parecido admirables. Una vez que se despejan, cuando se da con su naturaleza y se evidencia su pequeña o gran maldad, se viene abajo una especie de ilusión, la de creer en los demás, la de no concebir que se nos pueda herir. Ilusión en la fe, de la que a veces no se posee propiedad ni se le da el prestigio que precisa. Mentir con liviana trascendencia, mentiras pequeñas que socavan una realidad frívola o grandes mentiras, forjadas de antiguo, creídas, hechas durable axioma. Las pronunciadas con convicción adquieren carta de certeza y libran con su persistente envés una hueca batalla. Hueca por no dar un ganador. Hueca por inútil. La verdad es un artefacto honesto. Se llega a ella por generosa inercia: impone su normativa , su claridad y su armonía. Hay una concurrencia feliz en ella, además. Concita la unánime aquiescencia de todos los que la doblegan y acogen como rutina. Es el reverso necesario tal vez para que el fulgor de lo verdadero se enseñoree y venza. Lo dicho con retorcimiento genera retorcimiento. A la larga, cualquier consideración del tiempo vale, se pilla al mentiroso. Quizá ni él, adiestrado y ciego, perciba la revelación pública o privada. Lo de creerse las propias mentiras es pieza común y cae uno en ese inocente proceder sin esfuerzo, pero hay que precaverse contra la conformidad. Escribir es desahogar esa pulsión, la de mentir. Se miente con la coartada de lo narrativo. Atenerse a la verdad es de una pobreza literaria enorme, salvo que la realidad no precise el manejo de algunos recursos que la hagan más amena o más instructiva o más hermosa. Esta misma mañana, nada más levantarme, he escrito un cuento sobre un señor muy triste y muy solo que se encomienda a los demás para que lo salven de su tristeza y de su soledad para un libro al que poco a poco voy dando forma. Les dice: cómo podemos hacer que mi día sea más feliz. O: ¿estaría dispuesto a acompañarme? Estoy solo, no tengo a nadie. O: ¿quiere que hablemos? Al fin y al cabo, los niños se dicen eso cuando no desean la soledad: ¿quieres que juguemos?, aunque hay una frase mucho más contundente, que dribla la conversación previa y va con absoluta y limpia convicción al meollo de la cuestión: ¿quieres ser mi amigo? Esa frase, tan corta, tan terrible. Ni mentir hace falta. La verdad, ese artefacto tan honesto. 

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