Me gusta la emoción ancestral de los regalos, su capacidad de conmover, el espacio de promesas que preludian las cajas cerradas, envueltas en colores atractivos, ofrecidas con protocolo, mimo, afecto o amor puro, relucientes y pulcras, como al corriente de que nos esperan. Siempre pensé en que hay vida en los objetos. La hay de un modo precario, sutil, inapreciable, latiendo secretamente en una estantería, en un anaquel o en un cajón. La vida privada de los objetos es una extensión de la de sus dueños. Me gusta la parte orgánica de los regalos, su apresto de cosa viva, que narra sin que exista el concurso de una gramática, la música de un protocolo. Al modo en que viven las fotografías, los regalos se transforman también en un instante en el tiempo, en uno de esos instantes extraídos de su hábitat metafórico e instalados en otro, susceptible de lo más genuinamente humano. La infancia sucede siempre en verano, dejó escrito Caballero Bonald. Los regalos (da igual cuándo se reciban) nos hacen pequeños nuevamente. Tenemos la infancia más cerca, la recordamos con más ternura incluso. Luego está el hecho incontrovertible de que quien verdaderamente disfruta es quien ofrece el presente y no quien lo recibe, aunque (como todo) esto tenga sus matices. Esa certidumbre garantiza, caprichosa y casi voluptuosamente, momentos indescriptibles de esa felicidad que consiste en dar, en el sencillo acto de entregar una parte de nosotros, bien calculada y sentida. Porque el oficio de elegir qué regalar es sutil como pocos. Requiere destrezas que a menudo no se dominan. En el caso en que uno verdaderamente se plantee acertar con lo elegido y no el mero cumplir precisa también un conocimiento meticuloso del homenajeado. No basta, ya digo, saber cómo es y qué gustos tiene. Pero lo complicado, lo que en muy raras ocasiones se acierta plenamente, es en regalarse uno a sí mismo. En la antojadiza voluntad de darse un pequeño homenaje privado. A veces algunos regalos no tienen ni el atributo común que comparten los otros, los regalos de verdad. Se los da uno. Es privado ese halago. Hay a los que acudir. No necesitan ni ser extraordinarios. Basta que ocuparan un momento y lo hicieran pleno, sin falta. Pasear mi pueblo, recuerdo ahora, con los conciertos de Brandeburgo de Bach en la versión de Ron Carter. Recuerdo comprar una cerveza exquisita, difícil de encontrar, y buscar un momento particularmente relevante para escanciarla en un copa honda e historiada. Recuerdo ver cine negro en la hora en que todos duermen. Recuerdo darme un atracón de Kind of blue. Recuerdo tomar café en una terraza, leyendo la prensa, departiendo después con amigos sobre lo mundano y sobre lo sublime. Recuerdo entrar en una iglesia polaca con mi mujer y mis hijos. Recuerdo estar solo de cuando en cuando y sentirse uno hospitalario consigo mismo. Dar: esa es la consigna. Quien da, no pierde, con sus matices, claro. Darse. Ahí está el regalo primero, el que crea la posibilidad de que existan todos los demás.
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2 comentarios:
Creo que tambien con el tiempo vamos aprendiendo no solo a dar(pensando en los otros) sino como bien dices, a darnos un "mimo" a nosotros y a partir de este comprender que debemos y sobre todo "merecemos" ese autoregalo, surge todo lo demas, tan simple como querernos muy bien para asi poder querer a todos.
Me gustó mucho y obviamente me causo tambien bastante gracia esta cuestion de salir a elegir un regalo, todo lo que implica en cuanto al conocimiento de "ese otro" y tambien sin dudas,a que resulta un placer indescriptible el hecho de "ofrecer el regalo".
Una entrada preciosa , como siempre. Saludos y muy buena semana!!
Gracias,Eli. Para ti también.
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