Tardé casi la noche entera en escribir un soneto y me acosté sin la certeza de que el poema contase algo, aunque la métrica resultó cabal e irreprochable. Repasé los versos antes de salir a trabajar y borré uno de ellos. Durante la mañana, el verso borrado me pareció admirable, tal vez el único candidato a no ser sacrificado. Me confiaba su sonoridad mientras corregía una frase en inglés de un alumno (mi cabeza a veces puede haber varias cosas al tiempo) o mientras escuchaba a un compañero su queja sobre la abundancia de trabajo en el trimestre. Traté (en lo posible) disimular mi distracción, pero me costó integrarme o, mucho más crudamente escrito, hacer ver que estaba allí, alerta, sensible, tangible, orgánico. Al llegar a casa, tras el almuerzo, decidí rehacer el soneto y busqué un verso que reemplazara al retirado. Ahí fue cuando se desquicio el día. No di una a derechas. Tenía la cabeza como perdida. Nada nuevo, por otra parte. Las palabras pulsaban ahí adentro, como cuásares brillando en la lejanía absoluta. Algunas reclamaban una atención mayor. De ahí que no hubiese posibilidad de ocupar una parte supletoria de esa atención en asuntos de enjundia más terrena. Abracé lo etéreo como si fuese yo mismo fuese un ser invisible, algo etéreo y mágico, alguien por completo inútil para percibir las vicisitudes de lo real. Sentí el soneto como un objeto sobrenatural que se había incrustado en alguna instancia superior de mi inteligencia, la que haya, sometiendo a las otras, invalidando cualquier consideración que la amenazara. El soneto era un alien: uno demediado (un verso sin acabar) que requería el afecto aplazado o clausurado. Pensé que dormir calmaría mi alterado ánimo, pero acabé la noche frente a la pantalla del ordenador. Trabajo, trabajo. Inútil, al final. Al abrir el día, comprendí que no debí haber eliminado una línea, sino todas ellas, sin que ninguna me infundiera una piedad más durable. Antes de salir de casa y encaminarme al colegio, abrí el ordenador y busqué el archivo. Ponía un seco SONETO. Contemplé la palabra un rato largo. Era la primera vez (creo que no caeré en ese delirio de nuevo) en que tan perjudicial sería mantenerlo como enviarlo a la papelera de reciclaje. Cuando me apremiaron (vamos, se está haciendo tarde), me envalentoné y zanjé la duda que me reconcomía. Desde entonces, no doy pie con bola (se dice eso) y ando como afantasmado. Esta noche veo qué hago.
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1 comentario:
Maravilloso.
Admito que me reí con algunas frases
Pero es un texto muy bueno..
La inspiración ( si es que existe) es asi.. agregamos...quitamos..tachamos..y no siempre nos conforma el resultado.Saludos y buena semana
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