Se nos ha escabullido la idea de patria, se ha corrompido, la han contaminado, esquilmado, enfermado, ninguneado, está zarandeada, convertida en un objeto de consumo ideológico, en una mercancía política, en un objeto de consumo, en un artículo de escaparate, en un saco de un gimnasio de boxeo. Significando una cosa distinta para cada uno que la piensa y le da sentido en su cabeza, de un tiempo a esta parte la patria es un artefacto arrojadizo, una especie de pedrusco, un objeto dañino o balsámico, que aparta, más que une; que enemista, más que concilia. No sabemos las causas, aunque ideemos algunas, ni quien ha acuñado la moneda común, la de uso habitual, la que sirve para pagar o para comprar adhesiones, fidelidades, rechazos, querencias o desamores, pues de todo hay y cada cual organiza y argumenta su papel en esa trama. En cuanto se exhibe afecto hacia ella acude una riada de correligionarios o de antagonistas, gente hecha a discutir sobre algo que no debería suscitar encono, hostilidad o liza. Discutimos adrede, montamos trincheras sin que intermedie asedio de enemigo alguno, eso hacemos.
El problema de España es un concepto antiguo, noventayochista, larvado antes, que va cambiando su logística y su desempeño al hilo de los tiempos, pero no se desvanece, ni siquiera mengua ni concita un indulto popular, una amnistía social. No sabe uno cuándo postularse, si declarar su españolidad o su falta de ella o si pregonar una especie de agnosticismo patrio ; si ese gesto (uno u otro) vale de verdad la pena y responde a un deseo íntimo y no arredrarse en difundirlo, en manifestar un estado de ánimo español o antiespañol, salvo que España se calce las botas y se enfrente a otro país en un terreno de juego, y ni eso siempre. España es este país: así se la nombra, eludiendo pronunciar las sílabas completas, el nombre adquirido, el titular. Como si fuese ajena, como si decirla (España, España) constituyese un pronunciamiento, un decantarse a algo, que podría ser inconveniente. De ahí que ayer un hombre dijera llevar la mascarilla con la bandera atravesándola porque "no tenía otra a mano". Lo curioso (dejémoslo en curiosidad) fue que su interlocutor le hiciera justificar el porqué de esa mascarilla, ésa precisamente.
Sigue habiendo banderas en los balcones, menos cada vez. Las cuelga el fútbol o la numantina herencia de un sentir popular, férreo, fiero, antiguo. Nunca he puesto ninguna, no lo haré, hay cosas que no se precisa enseñar, aunque respete la opinión ajena y no me altere (ni me moleste) que se festeje el día de la Hispanidad, la fiesta de la nación, el orgullo de la patria. Hay, no obstante, trabas estéticas, imágenes que desalojan toda voluntad conciliadora y airean el impulso primario de no sentir ninguna patria como propia. Ninguna grande en la que lo más normal es que te pierdas. Ni pequeña, tal vez demasiado arraigada en lo local, exento de cualquier vocación cosmopolita, exportable, útil en el negociado de las naciones. Es la lengua española la que se iza por encima de cualquier otra consideración. La lengua justamente con el arte.
Admira uno el imperio de las palabras de nuestro idioma, fascina ese tesoro incalculable. Me siento español cuando abro la boca y hablo o cuando escucho y también cuando leo o cuando escribo. Palabras. Castellano limpio y grande. Ellas son el tesoro del que enorgullecerse; ellas deberían, en todo caso, hacer que nos comprometamos. Todo lo demás es voluble. No hay una España, un sentir inamovible, un patrón a salvo del transcurrir enfebrecido de los siglos. Tampoco perdura el aserto horaciano: dulce y honorable es morir por la patria. Ni la dulzura, ni el honor. Fueron otros tiempos en que la dignidad se medía por la voluntad de dar la vida por los tuyos, por la tierra, por Dios. Admira uno, en la distancia, en el consenso que suscita el cuadro militar de cualquier país, que un ciudadano sepa que puede irse de este mundo en el cumplimiento del recado de defender a su país. También es oficio de riesgo el de la sanidad o el de los cuerpos de seguridad. Muchos otros por igual, lo sé. Ambos velan (hace que no uso ese verbo de raigambre) por nosotros.
Me he sentido en casa al visitar países extranjeros. También he sufí feliz en otras provincias, no en la mía únicamente, tan querida. Me he sentido extranjero en casa. Ajeno en lo propio. Mi cultura es Velázquez y Góngora, Machado y Picasso, pero también Chesterton y Rubens, Miguel Ángel y Borges. Mi país es el cine negro de la RKO y la música del delta del Mississippi, las literaturas de vanguardia centroeuropeas y el rock británico de los setenta. He crecido en ese útero cosmopolita, sigo aún. Me conmueve más un blues de Chicago que una bulería de Cádiz. No hay nada que pueda hacer a ese respecto. Ni debo. Es esa la nación con la que me identifico, no la fragmentada y provinciana que me circunda por haber nacido en un lugar. No la común y prevista, que es un idilio mágico entre la tierra y sus moradores. Una amplia, sin banderas. Todas, dejó dicho El Roto, se hacen en Hong Kong. Por otro lado, qué hermosa es.
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