Entiende uno que con poco podría bastar y que acumular objetos o, en menor sentido, según cuáles, experiencias añadirá una cifra a un escrutinio que probablemente no precise cantidad, sino esplendor, esa pura vocación de lo hermoso y de lo útil, juntos esos dos atributos (la belleza y la utilidad), para que vivir no sea un fatigado ejercicio de repeticiones y de incógnitas o para que hayan conciencia (de verdad esa conciencia) de que se está vivo. No sabemos para qué hacemos las cosas, ni yo sé el porqué de esta pequeña reflexión de martes a poco que la tarde se retire y la noche invite a que todo se amanse un poco. Ha sido un día largo. Quizá ese estado de ánimo contenga el germen de cualquier otro estado de ánimo, incluido el que hace posible que esté ahora sentado y escribiendo, asunto no muy extraordinario, la verdad. Quién podría decir que sabe de verdad el motivo que alienta la mayoría de las cosas que hace en el transcurso de un día, desde que pone un pie en el suelo hasta que lo conmina a que se retire y descanse. Si alguna es la que de verdad se adecúa a cualquiera que predijera o han sido la mayoría sobrevenidas, rutina familiar, a la que no se ponen trabas y hasta agradecemos de cuando en cuando.
Nada más abrir hoy la mañana, buscando un libro entre los libros, después de escribir sobre un árbol al que fotografié ayer, pensé en la irrelevancia de que la biblioteca de casa tenga cien libros más o cien menos. Tendré libros que no volveré a leer nunca, pero me resisto a deshacerme de ellos, no les doy el final del olvido, sino que los hago permanecer en su balda, a merced de mi desatención. Tendré discos que no volveré a escuchar. Tendré películas que no veré de nuevo. Habrá paseos que no recuperaré. Gente a la que conozco y a la que no regresaré. Me dio por caer en la cuenta de ese abandono silencioso, apenas intuido, como caído de improviso. Tampoco uno es siempre el mismo. No soy el mismo que en marzo de 1985 (eso manuscribí en la primera página) comprara una antología de poemas de Luis Cernuda. Ni el que se empeñó en hacerse de una monumental (y luego no demasiado visitada) colección de libros sobre pintura. Ahí pueden surgir otro buen hatillo de preguntas: ¿le tengo a los Rolling Stones el mismo ardor melómano que cuando me hice de un montón de CDs suyos de golpe? ¿hace cuánto que no pongo Love you live? ¿podría renunciar al DVD en el que Pink Floyd toca Dark side of the moon completo?
Tampoco sería remarcable el hecho de que escuche todas las sinfonías de Brahms y vaya de una a otra, según apetencias de las que ignoro la causa. Tendría que valer una. Las demás diferirán inapreciablemente de esa sinfonía elegida, al azar o adrede. Con tal de que el tiempo esté ocupado, hacemos cosas absurdas: coleccionar discos de jazz, libros de poesía o películas de cine negro. Y sin embargo, a qué andar ahora con engañifas, qué placer contemplar ese tesoro privado (que nunca exhibo salvo a los íntimos que me visitan, últimamente ni eso sucede) y coger esta mañana (tenía un rato antes de salir) un volumen de poesía inglesa renacentista y comprobar que la locura medieval no ha sido completamente reemplazada por el oropel mitológico. Que Milton fuese el escogido y no, se me ocurren cien nombres, uno detrás de otro, pero me detendré en Cernuda, no es algo que pueda ser razonado, convertido en un axioma. La voluntad (ciega ella) de poner un disco de John Coltrane (Giant steps) tampoco se aviene a ninguna consideración fiable. Lo acabo de poner. Podría haber elegido otro, claro. No tener conciencia de lo que nos mueve a elegir unos placeres y no otros es la única manera de que la cabeza no se venga abajo y se haga más preguntas de la cuenta. De verdad que se podría vivir únicamente con Brahms, pero luego caigo en la cuenta de que está Mozart y está Bach y un señor serio que se llamaba Bill Evans y hacía canciones con una dulzura exquisita. Coltrane también. Qué tío Coltrane.
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