Siempre sostuve que la literatura nos procura el privilegio de asistir al sobrio y al festivo y a veces al miserable espectáculo de las vidas ajenas. Uno ve cómo Ana Karerina se tira al tren o cómo Humbert Humbert se enquista en el enamoramiento salvaje de una nínfula doméstica. Tolstoi y Nabokov crean básicamente un escenario en donde la tragedia de lo humano cobra dimensiones universales. Los devaneos sentimentales (y delictivamente concupiscentes) del talludito H.H. ofrecen al voyeur profesional (todo lector lo es) las mismas frivolidades y los mismos episodios dramáticos a los que acuden los nauseabundos (y tristes en el fondo) programas rosa de la televisión, pero envueltos en una manta soberbia de profundidad psicológica, tesón narrativo y belleza plástica tan asombrosos que el lector, el que accede a esa información encriptada, se siente destinatario pleno, único receptor de la obra de arte. Así debe la literatura, así el cine o así la visión mayúscula de una catedral.
El cine nos entrega un cometido similar: el espectador se arrebuja en la butaca y consiente que la historia le narcotice. La mejor película es la que niega la realidad del que la observa. Se trataría, en el fondo, de involucrarlo al punto de que durante la proyección nada ajeno a la historia pueda afectarle. Por eso hace muchos años que este cronista de sus vicios no ve cine que programe televisión, bastarda de anuncios, interrumpido por una competente marca de compresas o de desodorante en el momento justo en que Norman Bates, transfigurado en madre, retira la cortina, cuchillo en ristre, con malísimas intenciones. Ningún impedimento va a secuestrar mi atención. Por eso pago religiosamente la cuota de cine digital o por eso engordo sin prejuicios ni miramientos económicos la estantería en donde alojo DVD's gloriosos, ratos de evasión pura, momentos para la eternidad sin tener que morir ni creer en Dios para adquirirla.
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