K. dice que va a empezar a escribir. Lo hará por la mañana, a poco de levantarse. No sabe de qué escribirá ni si se preocupará de que se lea lo escrito, pero tiene la voluntad firme de empezar a escribir. Ahora mismo debe estar haciéndolo. No se distraerá con música, al modo en que me dejo distraer yo, ni elegirá un lugar de paso, en el que pueda percibir el ruido de la casa. Irá al centro exacto de la escritura. Pensará: estoy escribiendo, las palabras van saliendo, unas llaman a las otras y se van juntando. Pensará: si leo lo que acabo de escribir, no seguiré escribiendo, así que lo haré de carrerilla, empezaré y no levantaré los dedos del teclado hasta que llegue al punto y final y me levante y me vaya. Hará todo eso, pensará de esa manera, y saldrá con la idea de haber empezado algo nuevo y haber franqueado con éxito la prueba.
K. se impone pruebas. Hoy ha sido escribir; mañana, montar en bicicleta. Pensará: estoy montando en bicicleta, voy dejando atrás paisajes, voy notando el peso del cuerpo en mis piernas, las ruedas siguen girando, un giro llama a otro y todos se van juntando. De pronto cae en la cuenta de lo parecido que es montar en bicicleta y escribir. Se le ocurre que las dos son actividades en las que se va obligatoriamente hacia adelante y se persigue un fin. Razona que el corredor también construye una trama. Todo depende de qué ruta elija. Y advierte que al principio hará cuentos cortos, trayectos breves, vestidos de lentitud. Aspirará a recorrer grandes distancias, novelas con muchas historias cruzadas y con muchos personajes involucrados. En ese momento cree haber encontrado el primer cuento. Será el del corredor que sueña ser escritor. O el del escritor que imagina que acabará siendo un buen ciclista.
Anne Sexton decía que un escritor era alguien que hacía un árbol de unos muebles. Mi amigo K. es un escritor, en el sentido sextoniano de la palabra: hace de una bicicleta un paisaje. Ya le veo sudando, abriendo mucho la boca, aspirando el aire que se le resiste, contándose una historia y contándose la otra vez, hasta que baje del sillín, ponga el pie en el suelo y vea lo lejos que ha ido y lo feliz que se siente de haber llegado. Luego está el camino de vuelta. Imagino, eso lo imagino yo, que el camino de vuelta lo hará como lector. Irá montado en su bici e irá leyendo, apreciando la calidad del terreno, la dificultad del trazado, corrigiendo las faltas de ortografía y los errores sintácticos. En fin, lo que hacemos a diario los que escribimos.
Más cercano a la estabilidad emocional que a la felicidad o a su anhelo, K. dijo anoche que escribir le satisface menos que leer. Sostiene que escribir le agota: es un estado de cansancio continuo, de querer llegar a un sitio y de no saber si se podrá llegar, de sentirse depositario de la realidad y de saberse obligado a volcarla, a dejar una constancia de ese depósito en el texto; escribir no es lo mío y no va a serlo, Emilio. Consta que lo he intentado. He leído sobre qué bien podría hacerme escribir, he escuchado a los que escriben y he dejado que sea mi experiencia la que me haga seguir o claudicar, y he declinado la responsabilidad de contar algo que no precisa ser contado o que yo no debería contar, para ser exactos, quién soy yo, quién se supone que tendría interés en nada de lo que piense, qué buscarían en lo que ni a mí me produce interés. Anoche quise escribir hasta que un texto me confortara lo suficiente e irme a la cama feliz por mi progreso. No hubo texto que aliviara mi desazón, ni siquiera una línea que colmara mi deseo. Prefiero no escribir, prefiero seguir leyendo, e incluso he pensado que ni leer me llenaría del todo. Mi compromiso con la literatura se viene abajo cuando advierto que la realidad puede suplir con creces toda la oferta de la ficción. No necesito a la novela. No hay nada en la novela que no pueda encontrar en la crónica periodística. Se trata de que uno alcance la felicidad o de que su anhelo, el progreso de su adquisición, nos haga sentir bien. Escribir agota, Emilio. Es una actividad peligrosa además. No sabes a qué lugar vas a llegar. Esa incógnita no me interesa. Prefiero la certeza, el paseo que he hecho, las caras que he visto, el cielo que me ha protegido.
K. no escribe. K. está incluso por no leer. No saber, no querer saber, no sentirse afectado. Creo que me he caído de la bicicleta.
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