En la tragedia todo es verosímil, nada se excluye, cualquier consideración (incluso la más patética, la de más hondo penar) cuadra en las imágenes que tenemos de ella: hay un extraño vínculo entre el dolor y nuestra aceptación del dolor, un matrimonio de bruma y de rutina. Se ha normalizado la tragedia, la hemos hecho costumbre, dado asiento. Desde la ontología platónica, en su República, todos los poetas son mentirosos y son trágicos y todos los que no lo son ejercen de poetas tácitos, ágrafos algunos, pero extremadamente sensibles a toda la epopeya de la desdicha, con su cuadro de patologías a las que la medicación no da alivio, por ser inherentes a la misma condición de estar maravillosa y dolorosamente vivos. Es el desquicio mismo el que no condenamos: vemos un niño palestino comido por la metralla, vemos las llamas del horror, sin que tengamos que ver quién las anima: ahora unos, mañana otros. Es idéntico el mensaje que enarbolan esas llamas. Igual de inhumano. En ese despojado sentido al que se acoge el adjetivo, lo verosímil cunde, lo que creemos prospera, lo terrible sucede sin que apreciemos su saña, su vértigo, su fiebre, todo el despropósito al que el vocabulario dedica sus palabras menos felices. Cualquier cosa que añada no valdrá nada. Tampoco las que haya dicho antes. El lenguaje es un instrumento inútil. Las palabras, incluso las más nobles y las más hermosas, las que tutelan un sentido de la bondad más hondo, no sirven de mucho. Hemos visto eso, dolor tras dolor: que las palabras no poseen la elocuencia del llanto. Y ni lloramos. No lo hacemos. Parece ajeno el dolor, parece de otros la tragedia. Como si fuese una tira de fotogramas en una película cruenta. Como si fuese un cuento triste. Como si se tratase de un mal sueño. Y todo verosímil, creíble, absolutamente familiar. Anestesiados, confinados en la distancia del que no sabe o del que no desea saber, absolutamente insensibles. Ni poetas mentirosos ni trágicos: seremos espectadores. Nos tocó eso. Podríamos haber pertenecido al bando protagonista. Al de los que nadan para alcanzar una orilla (hoy miles en Ceuta) o los que caen en el fragor de las bombas (Palestina desde que uno tenga memoria) o los que no tienen nada que llevarse a la boca (ahí podemos hacer una lista larga en la que habrá algún vecino, no se tenga duda de eso). La familiaridad de la desgracia, dije anoche un amigo con el que hablé. Él se refería a asuntos más domésticos, pero de pronto he comprendido que los que nadan o los que son ametrallados o los que no comen no tienen asuntos domésticos (de los que se acaba saliendo, los que no pasan de pequeños anomalías en un trayecto limpio y fiable). Todos esos pobres del mundo ni asuntos domésticos tienen. La frivolidad es un lujo. Al final va a resultar que nos quejamos por todo. Lo dice un refrán. Lo hemos escuchado mil veces. Nos quejamos de vicio. Ni nuestro mal olor soportamos.
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