Los años prodigiosos son los del amor. No debiera haber otros que cuenten o a los que se les dé asiento otra vez y la memoria los traiga. Los demás, los que no lo contienen, son los años vacíos. De ésos, de los huecos, huimos a poco que nos dejan. A los otros, a los de los afectos y los propósitos nobles, nos arrimamos sin conciencia de que lo hacemos, movidos por alguna secreta fuerza de la naturaleza (o del alma) que nos desea felices. Lo de la felicidad nunca me ha acabado de convencer. En parte porque la sé distante, invisible si se la considera como un todo del que no se pueden extraer pedazos manejables. La alegría es uno de esos trozos de fácil manejo. Prefiero la alegría, ese vértigo de la sangre con el que franqueamos las alturas del día y las honduras de la noche. De la alegría se ha escrito poco. La filosofía ha preferido siempre consolarnos con la idea de la felicidad, de lo sublime, de lo trascendente multiplicado, pero hay días alegres, aunque no se les haga aprecio en el instante y únicamente nos fijemos (es común eso) en las anomalías, en las distracciones de la suerte que deseamos generosa, en el gris que encapota el cielo y amenaza una lluvia que no acaba de caer, pero que pende en el aire como un extraño aviso de algo que no sabemos entender. Esa especie de inminencia que no adquiere cuerpo. Ese correr sin saber hacia dónde ir. Así que hay que festejar la alegría. No parece que sea fácil, se empecina la realidad en contrariarnos. Suele hace eso. También se esmera en ocasiones y nos hace sonreír sin saber la razón. Vas andando y sonríes. Sin dar con un porqué. Debajo de la mascarilla, sonríes. Debe apreciarse en los ojos.
19.5.21
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