9.5.21

Dietario 112

 Tengo propensión a la credulidad, lo cual es beneficioso. Descreer es un hecho narrativamente menos atractivo. En la incertidumbre, en ese festivo y doloroso limbo, se afana uno por alcanzar cierto estado de equilibrio, pero no compensa, una vez se cree haber alcanzado su cota. Me sigue agradando la posibilidad (por remota que sea) de que me sean favorables los mundos sutiles, los ingrávidos, los gentiles, pero ese afán poético no es nada más que eso: poesía. En lo demás, va uno aprendido el manejo de las personas y acepto sin vacilar lo que confiadamente se me cuenta de ellas. Es después cuando se compone un cuadro más fiable, el que se va acabando conforme se las conoce y trata. En ese asunto, he sido siempre un hombre feliz. He estado rodeado de buena gente a la que quiero y que me ha querido. Estoy todavía. No entra que titubee o prospere la reserva que, sin embargo, concedo a otros asuntos tal vez mas grandilocuentes, no sé, por decir alguno: la vida eterna o la posibilidad de que el ser humano sea bueno en el fondo y todas las evidencias contrarias sólo sean eventuales y frívolas manifestaciones del pesimismo. Hay una relación feliz entre creer en algo y el optimismo. Hablando con P. el otro día, referimos que la amistad es una de las cosas más hermosas que le pueden suceder a alguien. A veces cuesta más hacerse de ella que el mismo amor, que tal vez se rige por herramientas mágicas, ciegas o absurdas, si no las tres consideraciones a la vez. Cuanto más se cree, más felicidad atraemos. A la reversa, descreer es también descreerse uno, no confiar en que podamos sostener siquiera una brizna de armonía y de esplendor. Estamos precariamente facultados para las grandes preguntas. La metafísica queda grande. Como un abrigo de buen paño de tres tallas más: conforta, pero no da el alivio que se le requiere. En la intimidad de las conversaciones es en donde planea vigorosa la inocencia. Por eso es tan grata la ficción y leemos novelas de índole fantástica con proverbial inclinación a tragarnos encantamientos, profecías, divinidades y fantasmas. Nos concedemos una tregua para desembarazarnos de la realidad durante el trayecto de la imaginación impuesta a la trama que vemos en una pantalla o en los capítulos de un libro. He creído inverosimilitudes con absoluto arrojo. He rechazado tal vez argumentos fidedignos con la misma intensa entrega. No es la verdad, ni la mentira, sino el sentido que se la da a ambas. Todo muy subjetivo, todo muy mágico o muy ciego o muy absurdo. Como el amor. Si se me hubiese narrado la pandemia que padecemos hace tres meses, habría sentido perplejidad, no la sensación de estar siendo engañado, informado de una fantasía o de una historia de ciencia-ficción. Al final, por más que uno se pertreche de instrumentos para descerrajar los ardides de la realidad, no se sabe con certeza a qué credo acogerse, si al de los ángeles en su danza etérea y ebria o al de la hombres, tan cartesianos y pobres de espíritu, tan arrojados a veces de espíritu. Regreso a Chesterton. Hace tiempo que no lo leo, pero sé decir algunas frases suyas sin destrozo. Digo como él: del acontecimiento más relevante de mi vida “me he tragado sin rechistar y casi supersticiosamente, un cuento que no me fue posible comprobar a tiempo, a la luz de la experiencia del juicio propio”. Es bueno el cuento, no hay otro mejor. Da igual que a veces se enturbie o se fracture o dé indicios de cansancio o de hastío o de hasta hartazgo: se enhebra de nuevo el hilo, surge la línea de texto siguiente, el narrador continúa su fabuloso relato.

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