8.5.21

Dietario 111


A cuentas de la prisa, se han perdido imperios, se han malogrado placeres, se han desquiciado vidas. Está todo confiado a la velocidad, ella administra el trasiego de las cosas y, en ocasiones, las pervierte, las corrompe. Esperar está desprestigiado. Quien espera, a la vista ajena, declara su inoperancia, se convierte en espectador, se declara inhábil. La paciencia es una virtud antigua y estos son tiempos de voladiza modernidad. Es, en cambio, el vértigo el que lo impregna y modela todo. Vértigo y fiebre, velocidad y ansia. Hacemos varias cosas a la vez, tal vez por no esmerarnos pulcramente en una. Hacemos todas esas variadas cosas sin ocuparnos plenamente en ellas. Cunde la ignorancia, se ensalza a veces.

 ¿Para qué sirve saberse quién Carlos I? Me lo preguntó ayer un alumno. El "por qué no" contestado le satisfizo a medias, pero luego siguió con atención la cosa de los comuneros y su revuelta. Omitir las partes cruentas me pareció lo adecuado, pero seguro que hubiese animado la atención, no me cabe duda.  Acometemos todas esas cosas a sabiendas de que otras pugnan por irrumpir, aplazándolas, emborronándolas. Cuando cuadra la ocupación en una, carecemos de paciencia, no medimos el tiempo, que es una sustancia sentimental. Es posible que sean estas prisas (este insano desvarío, esta enfebrecida locura) la que acabe con todo rastro de sensibilidad o de inteligencia y, a la par, con toda brizna de cultura o de progreso. Saber de dónde venía Carlos I me parece hoy un asunto capital, pero cualquiera me desmonta mi súbita alegría con alguna ocurrencia moderna sobre la irrelevancia de la memoria. Será el desquicio de la prisa. Velocidad y desquicio  

Al mercado no le interesa la paciencia. El capitalismo (será él)  es una criatura voraz, una bestia exigente, un dios cruel. Hay que apresurarse, no podemos perder ninguna oportunidad, eso se nos susurra continuamente, es esa la instrucción inaplazable. En cuanto nos descuidamos, nos zarandea, nos amonesta, nos perturba, nos hace caer en su plan. Es diabólico ese plan. Es el triunfo de la mediocridad, es la enfermedad del corazón y la muerte de la cordura. No es el problema ignorar quién es Carlos I sino no tener voluntad de saberlo, ni dar valor a que esa nomenclatura dé alguna forma de conocimiento válido. 

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