19.7.24

Espiritual décimo de los lamelibranquios

 


En el momento en que la luz fue un zapato que me apretaba insoportablemente el pie decidí que cerraría  los ojos. Así me manejo a veces cuando algún dolor del que desconozco el origen y su remedio decide contrariarme. Tienen vida propia los dolores. Una vez que han dado con una casa acogedora, los hay con ciega propensión a no moverse. Medran a conciencia, se vienen arriba con entusiasmo, perpetran un saqueo severo, se jalean entre ellos cuando uno se embravece y corona alguna cima heroica. Así actúan, a lo que he visto: encuentran un cuerpo, les da igual que sea viejo y esté abatido o lozano y todavía sin fatiga, lo colonizan, perpetran escaramuzas imperceptibles por toda su red de músculos, de arterias, de vasos que se comunican y de órganos que huelen a escombro o a niebla. Primero el escombro; después ella, la niebla. Conforme avanza, el aire es agua o es fango. Cualquier cosa que impida las normales maniobras respiratorias. Su prosperidad es mi derrumbamiento. Toda mi vida tomé precauciones contra el dolor. Me animé a desoírlo, hasta pagué unas sesiones de control mental de las que solo recuerdo el amarillo suicida del diván en el que me arrojaban. Cegarme fue una medida extrema, un desvanecer la luz, un túnel dentro de un túnel, pero las grandes aventuras del espíritu humano precisan intervenciones drásticas y admito que en ese momento no se me ocurrió ninguna que la reemplazara. Tampoco ahora, aunque sea tarde. De resultas de esa pesquisa moral que ocupaba toda mi cabeza de la mañana a la noche y que ni siquiera los sueños lograban interrumpir, decidí no levantarme de la cama hasta que el dolor en los pies remitiese y mis ojos pudiesen abrirse sin que la entereza promiscua de la luz los lastimase. La vigilia se ha convertido en un jardín negro, el sol es una máquina rota en el impensable cielo. Vivo en las ruinas de mi pereza. El cuerpo humano es una construcción arcana y compleja de la que apenas sabemos nada. Se le hace poco aprecio, lo ponemos insensatamente a prueba y él recuerda, él urde su venganza, va tomando nota de los atropellos y llega el día en que abdica, se retira: ya he hecho mi trabajo, no doy para más, ha sido hermoso, haré amena la noche de los gusanos, parece decir. Yo he descubierto conexiones entre mi pie derecho y mis ojos que no son las comunes, por lo que he podido indagar. También es posible que mi oreja izquierda comunique con el dedo pulgar de mi mano derecha, pero esa manifestación sensible duró poco y apenas pude recrearme en su recuerdo y hasta es posible que la haya fabulado o pertenezca a la trama de uno de esos sueños que con frecuencia suceden en mi cabeza sin que yo pueda manejarlos. Son de pura luz los sueños, son la memoria de la luz, son el depósito de la arcilla primaria del principio del caos, cuando el mundo se desdecía y mi corazón era un caballo loco en una tormenta futura. Mi vigilia es un sofisticado entramado de repositorios metafísicos. Investigo las taxonomías de los lamelibranquios, anhelo dar con la especie única en la que se proclama la permanencia de los primeros átomos del cosmos. Ahora me duele el dedo meñique, ahora el sol que me observa. 

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