Somos los que escribimos gente de raro pronto, podemos desaparecer ante la mirada de quien nos interpela, hacer creer que estamos en lo que se nos requiere, pero residir en alguna instancia etérea, poco manejable por la evidencia cartesiana, por el tangible escrutinio de lo real. A pesar de la convicción de que la inspiración acude cuando nos sentamos a escribir, tan cierto eso cuando sucede, hay ocasiones en que irrumpe con antojadiza e incómoda vehemencia. No es que súbitamente algo nos haga sentirnos iluminados por la gracia de la inspiración, sino que es tangible su presencia. Se nos ha urgido a comparecer en la convocatoria de la escritura. Puede que incluso no se pueda hacer otra cosa que aceptar la invitación que se nos hace y abastecernos de soledad (tan hermosa ella también) para hacer unas anotaciones, unos escuetos apuntes que más tarde darán pie a la elongación de esa revelación íntima. Este mismo texto acudió en una maravillosa cena con amigos en un jardín bajo la luna de la sierra de Córdoba. Debió quedarse en la cabeza, incrustado en algún fragmento suyo al que concedo una atención mayor. Vino esta mañana, apareció también sin que yo precipitara su presencia. Y tal vez no esté todo escrito y haga falta extenderse hasta que no haya nada más que decir, pero eso no es lo deseable. Hay que convencerse de que nada de lo que se escribe finaliza cuando el texto finaliza. Todo permanece en un anhelo de fulgor o incluso en ese fulgor de lo evanescente, de lo que se puede ver un tiempo pequeño y luego no regresa jamás. Como si se soñara con nubes y el cielo amaneciese limpio al declararse el día.
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