EL
Cuando despierta, ya no llueve. La envuelve el olor a tierra mojada y remolonea en la cama, tapada hasta la nariz, acomodando todavía el cuerpo al colchón un poco duro, a la espera de que el sueño regrese y pueda concluir lo que no recuerda. Del sueño, o de lo que se ha salvado del sueño, recuerda una puerta y también (brumosamente) un jardín detrás de esa puerta. Conversaban alrededor de una mesa unos cuantos amigos de cuando ella era más joven. Uno, que fue novio suyo entonces, hablaba de perros, de lo nobles que eran. Otro decía que el caballo era el animal noble de la creación. Un tercero, distraído, no se percató de que un perro se le venía encima, lo derribaba y lo mordía con saña en los brazos y en la cara. Solo ella se le acerca, aparta como puede al animal y le pregunta, preocupada, cómo está, si le duele algo. Ahí acaba bruscamente el sueño o la parte del sueño que milagrosamente ha recordado. Al despertarse oye unos ladridos. Vienen de afuera. Deja la cama y se asoma a la ventana. No ve nada. Vuelve a refugiarse entre las sábanas y se lamenta de no saber cómo acaba la historia. Si su amigo se repone, si la conversación añade un animal de más nobleza que el caballo o que el perro. Entonces escucha un caballo relinchar afuera. No es un sonido que pueda confundirse con otro. Además parece que le estén incomodando. Como si pugnara por zafarse de un jinete indigno, uno que lo vejara o que lo lastimara. Nada, sin embargo, le concede la presencia de un caballo o de un perro. Así que se acuesta nuevamente. Antes de conciliar otra vez el sueño , el de los perros, el de los caballos o cualquier otro que la alivie del cansancio que la embarga, coge un libro que tiene en la mesita de noche. Hace días que no lo lee. Lo abre con delicadeza, con amor, con respeto. Sabe qué le espera. A poco de que se le cierran los ojos, cree escuchar otra vez relinchos y ladridos. Decide no levantarse. Incluso el olor a animal impregnado en el aire no la fuerza a dejar la comodidad dulce del sueño. Al concluir ese limbo impreciso de caballos y de perros, se asea sin prisa, prepara un café reparador y enciende la televisión. Nunca lo hace, pero ese día piensa en qué pasó en el mundo mientras ella soñaba. El presentador refiere que un camión que transportaba caballos se había empotrado en un casa lindante con la carretera, una perrera, al parecer. Los perros muertos se cuentan por decenas, añade. Los caballos galopan alocadamente por la calle. Los gerentes de la perrera lamentan lo ocurrido y piden a las autoridades que investigue si el conductor iba bebido o sólo fue un desgraciado despiste. Es entonces cuando decide acostarse por tercera vez. Cree que podrá deshacer la tragedia si la sueña. Quizá no escuche ladridos ni relinchos. Tan sólo desea enmendar la parte dolorosa de la realidad, los episodios trágicos de la trama.
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