Del que tenemos al otro lado del espejo sabemos poco porque no le permitimos entrar. Igual es él quien nos censura, el que no se atreve a dar el paso, el retraído, temeroso de que lo importunemos. A veces, en un gesto fugaz, miramos el espejo y advertimos que está ahí detrás, perplejo. La suya, su perplejidad, no difiere de la nuestra. O eso es lo que predecimos, a cuanto alcanzamos, todo lo que se nos ocurre idear para entablar un pequeño diálogo. Es la sombra, es la conciencia, es el que en los sueños hace lo que anhelamos. Incluso lo que ni nos atrevemos a anhelar. Es bueno pensar en los espejos, en los sueños, en lo que, a fuerza de oculto, parece que no existe. Esa es la verdadera línea roja. Toda la literatura es una tentativa de acceso a ese paraje oscuro, luminoso cuando irrumpe. Tampoco hay que desoír al que lo mira, el que afronta la verdad del espejo o su verosímil trama de engaño. Hasta dudo de que yo ahora esté escribiendo y no sea el otro quien hace escrutinio de lo que sabe y vuelva lo que más eficazmente me confunda. Le pediré hoy al espejo una tregua. Por ausentarme hasta que eche de menos al que desde su elocuencia limpia me cuestiona. Poco más que considerar: la perseverancia de la mirada, esa promesa de precursor futuro.
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