28.7.24

Vivir para siempre

 Que uno no piense a diario en cuándo va a morirse no impide que vaya a hacerlo, pero cuando intimamos sin estridencia con la muerte, se piensa menos en ella, se la tiene tan vista que no sorprende que la propia nos espere o que la ajena (con más dolor) suceda. Quienes esperan la gloria eterna y la Derecha del Padre tendrán su regocijo ulterior, del que no podremos los desentendidos de esa gracia hablar mucho, no vaya a ser que esa conversación se practique en el más allá y no haya más remedio que desdecirnos y comprender lo que en nuestra residencia en la tierra nos estaban tan cartesianamente vedado. Se muere más por miedo a morirse que por ninguna otra circunstancia, por terrible que sea. Hay muertes anticipadas, inadmisibles, las de a quienes no se les concedió suficiente tiempo o las de quienes tuvieron escaso interés en vivir o no supieron cómo hacerlo y despreciaron los regalos con los que la vida va alfombrando la concesión de su desempeño.

Se aspira a que la muerte dé con nosotros cuando viejos, sin dios al que aferrarse ni tierra que custodiar, con el trabajo hecho y el corazón henchido de toda la luz amasada, sin otra voluntad que ese ir dejándose, ocupado en recordar a qué nos entregamos, con qué secreto esmero amamos u odiamos, cómo contamos el relato del viaje, si se nos pregunta, hacia qué lugar dirigimos los pasos del día y cómo conciliamos el sueño por las noches. Alegres por haber realizado el trayecto, conscientes de que no hay manera de que se pueda echar la vista atrás y escribirlo todo de otro modo, para qué ese empeño. Como el novelista que, al concluir su obra, no la relee, no la pasa hoja a hoja, leyendo la trama con severa atención, cuidando de que se malee la tela con la que cubrimos, por si se cae en la cuenta de un roto en la tela o de muchos, sino que se contenta con la evidencia de su acabado, con la felicidad de que puso el alma en todas las palabras que la visten. Como el poeta que da con la metáfora y la pule con oficio hasta que de pronto advierte que no es posible avanzar más, darle una hondura mayor, hacer que brille con más entera eficacia.

A un personaje de Borges le parece increíble que un día carente de símbolos y de premoniciones pudiera ser el convocado para su muerte. Uno querría imaginar que, cuando el azar o la enfermedad nos señalen con la fatalidad, algo extraordinario anunciase ese ominoso acto, algo hermoso incluso. Como si el desenlace requiriera su pompa hermosa también, habida cuenta de lo felices que fuimos en algún pasaje de la vida. El mío, ese día último, dicho sea, sin que el destino tome note o piense que ando yo con prisas en estos delicados asuntos, podría estar enmarcado por un día de lluvia, en Venecia, en soledad, sin que nadie asista a la partida, acompañado, en todo caso, por el rumor de algún recuerdo que dé sustento a la coreografía de mi fuga; o en la cama, vencido por el sueño y apartado definitivamente de ninguna vigilia. Así falleció mi padre bonito. Entró en su cielo de arcángeles y de paz sin el dolor que lo devastó en la alargada espera. Me dijo la enfermera que lo cuidaba: estaba soñando, no dio un ruido. Todos estamos en esa lista, a todos nos incumbe su liturgia.

Acepto que la parca me pille escuchando un blues desgranado con morosa cadencia en el porche de una casa colonial en la calle Bourbon, en Nueva Orleans. También en un cottage muy, muy inglés, frente a una ventana desde la que se contemple un bosque. Yo es que soy muy victoriano cuando me lo propongo. Se podría fijar el óbito a la evidencia golosa de un escaparate de libros o un paseo por alguna brumosa calle del Londres que he aprendido en las películas de la Ealing y que guardo en dos lugares perfectos (todavía): mi corazón y una estantería reventona de películas que preside el cuarto desde donde escribo. Pero no es la muerte lo que me preocupa (nunca lo hizo), sino la forma en que se presente, el improvisado vértigo que cause, la posibilidad de que no concurran en ella circunstancias dolorosas para mí o para los míos. Nada que no suscriba cualquiera, por otro lado.

No existe una didáctica de la muerte. No hay prontuarios fiables, libros a los que acudir para facilitar el tránsito, a pesar de la voluminosa y esforzada bibliografía, qué paradoja. No, al menos, una didáctica eficaz en esta cultura nuestra del gozo lúbrico y epifánico de vivir. Lo que hay, a espuertas, es una maravillosa literatura alrededor de su tétrica figura a la que se debe acudir sin miedo a que hable de nosotros y la muerte que nombra sea material narrativo, asunto de la ficción, tan espléndida cuando la miramos con verdadera gana de que nos impregne. Qué sería el cine negro sin la negra muerte. Qué leeríamos ‪de noche antes de conciliar el bendito sueño. Mientras no ocurra, la muerte es siempre un asunto ajeno. Ninguno hay más ajeno. Mi abuela, a la que recuerdo cada vez más, decía que se está vivo mientras haya algo que hacer en este mundo. Uno se muere, añado yo, al no dar con lo que le ocupe, cuando lo que se hace no nos conmueve ni nos excita. Citando a Epicuro, Machado dejó escrito que la muerte es algo que no debemos temer porque, mientras somos, la muerte no es, y, cuando la muerte es, nosotros no somos. La antesala de la muerte no es cruel, me permito contradecir a Cela ahora, ni su irrupción es dulce. La dulce es la vida, de la que tenemos una propiedad pasajera y a la que los relojes apresuran hacia su finiquito. Los muertos no saben nada de mí, ni yo de ellos.

Cuando tenga que suceder, en el luctuoso adiós, más vale que suceda tarde, querría morirme con las paces hechas conmigo mismo, no habiendo molestado mucho a quienes me acompañaron y convencido de haber dejado huella en el mundo, aunque tampoco esa voluntad me quite el sueño. No se me ocurre pensar en cómo habría de ser la escena de esa fuga ni la trama que la invita a personarse y reclamarme. Irse sin más, convidado al festín del vacío, a pesar de que uno desearía prorrogar un poco más allá la realidad de los pájaros festejando el vuelo, la de sol declamando sus poemas de fuego en esta mañana cordobesa que se adivina apocalíptica y la de los niños enredados en el delirio dulce del juego en un patio de escuela. Siempre se anhela más, siempre queremos continuar. Es la cantidad lo que importa, parece; la creencia de que no hemos hecho nada aún y queda todo por hacer. Quedan terrazas en las que beber café y leer la prensa mientras la tarde se deshace en la oscuridad que con lentitud la cierne y clausura. Somos el barro primigenio de las páginas sagradas, el cuerpo del que apenas tenemos propiedad, el alma con la que nos entendemos a medias y con la que avanzamos a ciegas. Somos la imprecisa conciencia de que la vida no acabará nunca, aunque haya en algún lado una fecha para que concluya. Tenemos la convicción de la eternidad. El cielo está siempre a medio hacer. Lo dijo el poeta. Los poetas son los investidos de luz, los que escrutan la tiniebla y la apartan. Otro dejó escrito que si Dios existe yo soy inmortal; si no, acabaré cuando se desvanezca el cuerpo con el que avanzo y no haya luz que me cierne ni aire que me nutra.

En todo lo demás, me declaro dueño de mi existencia, prefiero ser yo el que manuscriba sobre ella y no conformarme con que otros la legislen y decidan sobre lo que no les incumbe lo más mínimo. Soy propiedad mía, tengo opinión y decisión sobre lo que me afecta. Deseo tener voluntad sobre mi vida cuando el dolor la embargue y no haya nada que lo rebaje. Reclamo dignidad en mi partida. No tiene sentido que alguien ajeno a ella elabore un documento que la gobierne. No es una cuestión meramente ideológica, ni debe arrimarse a ella la presencia de la fe. Bien está que quien la tenga obre a criterio suyo y se obstine en hacerla durar, sin recabar paliativos (habrá quien crea que el dolor es un pasaporte a la salvación eterna) y sin que se le pueda asistir en su muerte, esto es, no emborronar su última voluntad e impedirle cerrar a su privado capricho la vida que se le ha enquistado y lo está haciendo padecer indeciblemente. Consiento los matices, no es una barra libre. Concurrirá un padecimiento insoportable (físico o mental) que solo pueda aliviarse con un suicidio asistido. Debe mediar esa petición expresa, no podrá inferirse de las circunstancias visibles cuando el que la padece no pueda expresarla, aunque si hay una evidencia absoluta de que el desenlace esté próximo o su duración sea crónica (dolorosa, insostenible) podría (al menos) despenalizarse, no convertir en delito lo que es un acto de hermosa humanidad. Varias cosas a tener en cuenta: cautelas, controles, objeción de conciencia del facultativo que no desee contribuir a ayudar a morir. Siempre habrá quien lo haga con respeto y eficacia. Siempre habrá también quien desee proseguir, no interrumpir el viaje, ni interferir en las arcanas leyes de la naturaleza. No son sujetos que se enconen en un litigio que los enfrente. Lo que uno decida no afecta al otro. Como el que va a misa y el que ni la pisa. Como el que se casa con uno de su mismo sexo y el que lo hace con uno del contrario. Todo está bien si la bondad lo anima. La injerencia del Estado no puede inmiscuirse en todo. Que existamos no es un regalo, no es un don que se nos ha dado: es un simple hecho natural. No pedimos venir al mundo, pero nos pertenece la facultad de irnos. Tanto penar para acabar uno muriéndose, escribió para siempre el Miguel Hernández umbrío y roto.

Lo peor de morirse son los prolegómenos molestos, escribió alguien, últimamente se me van los autores de las citas que más me gustan o las atribuyo a quienes no las urdieron. Tampoco me molesto en comprobar la autoría. Lo que me vale es el texto, la conveniencia del texto, la pertinencia de que unas palabras que alguien pensó sean las que yo necesite y no sepa pensar yo. «Finalmente la verdadera vejez es un proceso de aceptación de la muerte. Puede comenzar a cualquier edad«, cinceló en un aforismo soberbio Emilio López Medina. Hay quien nace ya muerto, a veces sin que la culpa de esa desgracia le pertenezca o la haya alimentado. Esas son las muertes que más nos sobrecogen, las que no tienen sentido ni ninguno tendrán. No sé si merecemos vivir eternamente, si será posible que nada nos retire del aire y del agua, del corazón haciendo danzar a la sangre por el pecho y Dios en las alturas asistiendo al espectáculo de nuestra incertidumbre. En todo caso, hoy he sentido que vivir merece la pena, no es cosa que piense de vez en cuando y me sorprenda que ese pensamiento ocupe mi atención. No nos han enseñado a soportar el dolor ni a saber morir. Eso he pensado esta mañana sin saber bien el porqué. Esa idea del dolor y del morirse. Basta poco para tener propiedad de la vida de la que uno dispone. A veces un verso en un poema o una conversación entre amigos o el beso de quien te ama cuando nos lo pone en los labios. La mejor manera de concluir este texto fúnebre (no lo es, no era ánimo mío que lo fuese) es que un beso lo cierre. Al final será verdad que vivimos para siempre si se nos recuerda, si alguien sabe que nos besó o que le besamos.

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